En lo que va de año se han registrado protestas populares de diversos tipos en Puerto Rico, Chile, Cataluña, Irak, Hong Kong, Líbano, Ecuador, Papúa Nueva Guinea, Argelia, Nicaragua, Venezuela, Francia y Haití el invisible. Buena parte de ellas han sido en respuesta a los efectos directos e indirectos del modelo económico neoliberal: incremento de la desigualdad, aumento de la pobreza, desaparición de las clases medias, bajos salarios, explotación, etc. Otras han sido rebeliones en contra de enemigos más comunes: dictaduras, violencia estatal, corrupción, etc. A estas habría que añadir las huelgas a favor de una política más agresiva contra el cambio climático llevadas a cabo en decenas de países a lo largo del globo.
Desconozco cómo mis colegas historiadores interpretaran esta cadena de eventos en el futuro. De lo que no tengo duda alguna es que en este año singular se han despejado cualquiera de las dudas que quedaran sobre la falsedad de los cuentos de sirenas que alguna vez anunciaron el fin de la historia, el inevitable triunfo del capitalismo de la mano del neoliberalismo y de la marcha imparable del progreso a través de su arma infalible, la globalización.
Todo proceso histórico genera ganadores y perdedores. Los últimos cuarenta años de globalización salvaje y despiadada no han sido la excepción. Los ganadores forman parte de esa minoría minúscula que posee más riqueza –y no se inmuta por ello– que la inmensa mayoría de los seres humanos que habitamos este desdichado planeta.
El detalle está, como diría Cantinflas, en que a pesar del efecto anestesiante de la lucha por las gemas de Thanos, de las telenovelas turcas, de los juego de tronos o de las casas de papel, las masas se rebelan y se seguirán rebelando contra los enemigos de siempre y otros nuevos. Definitivamente, nada es nuevo bajo el sol.
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