Una persona que no acostumbra a leer pertenece a un mundo más bien pequeño. A menos que haya tenido una formación lo suficientemente acogedora o que su historia lo haya hecho permeable, difícilmente podrá escuchar a los demás. Una persona que no escucha no es capaz de decidir sino en virtud de sí misma; es decir, sus decisiones serán tan pobres como su mundo personal. Una persona que no sabe decidir, al menos, debería evitar hacer política porque se servirá de ella para prolongar su mediocridad.
La política será para ella baluarte de sus micro-conquistas y hará lo posible, y sobre lo imposible, para retener su cuota de poder. A través de esta cuota, aunque sea literalmente nada, se mirará el ombligo y se regodeará satisfecha por ser ella misma. Claro, ya no es otra cosa sino eso que representa, es decir ese pedacito de poder que recibió del Estado o del pueblo. Pero, para ejercer el poder, para mandar, para emitir una orden, hace falta primero ser capaz de escuchar, es decir de obedecer. Así lo señala Aristóteles en sus propios términos: “En el Estado no se trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una autoridad, que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo… En este sentido es en el que puede sostenerse con razón que la única y verdadera escuela del mando es la obediencia” (Aristóteles, Política).
Pero, no hay forma de construir una ciudadanía ni un país sobre el político narciso, porque pierde el tiempo, y nos lo hace perder, buscando los espejos que le recuerden que está vivo, aunque su proyecto se haya vaciado de sentido hace tiempo. El político narciso está enfermo de sí mismo; quiero decir, él es su propia enfermedad y el síntoma principal de este mal es que no puede aceptar una debilidad.
Sería exagerado sostener que el Congreso de la República o que el Ejecutivo estén plagados de narcisistas. Sí es cierto, sin embargo, que estos hacen ruido y que han estado en una permanente medición de fuerzas. En este pulseo solo valía ganar, pero siempre hay alguien que pierde y sospecho, sin retórica, que deben ser los más vulnerables y los que cada día se la juegan para salir adelante con lo poco que tienen.
A decir verdad, a lo largo de la historia no abundan los casos en que el perder se haya aceptado con dignidad. Jesús de Nazaret lo hizo, también Gandhi o Martin Luther King entre otros. Pero aceptar perder es un gesto de humildad que solo lo puede hacer efectivo quien está seguro de sí, quien no depende de los aplausos, quien ha vencido toda figura narcisista. El antídoto no está en la política, sino fuera de ella. Y tal vez deberíamos mirar en aquellos de la historia que estuvieron dispuestos a ceder porque lo que estaba en juego era mucho más que el ego.
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