A estas alturas todos debemos estar un poco cansados del tema. El suicidio de Alan García ha ocupado las primeras planas no solo de medios peruanos. Y si la muerte suele provocar una desazón expresada en términos de ¡qué pasó!; ¡cómo así!; ¡no puedo creerlo!; cuando la muerte es procurada por mano propia, el desconcierto es más dramático. Frente al hecho, la mayor parte de las respuestas han sido inadecuadas evidenciando que toda muerte requiere ser procesada y más aún cuando toca fibras de nuestra historia.
Escribir y leer sobre esta muerte es una forma de conjurar la desazón que deja en nosotros el hecho de que Alan García haya decidido detener violentamente su vida; tanto su vida compartida con los suyos, así como las investigaciones que giraban alrededor de su persona. El suicidio no es un acto heroico; es un error intencional y sin vuelta atrás; no hay modo de correr en busca del tiempo perdido; es un acto de desesperación o el fruto de una fragilidad. En todos los casos, el suicidio se ofrece como alternativa a quien decide que ya no tiene alternativa y, sobre todo, para quien decide que no quiere alternativa.
En el suicidio se rechaza el don de la vida como si ella no fuera capaz de dar de sí a través del mundo de posibilidades que antes se abría delante de nosotros. Es un acto de suprema soledad; perdón, no digamos de soledad, ya que ella puede ser también muy constructiva; es un acto de aislamiento, es decir una negativa a volver a mirarse cara a cara con el otro que no solo me mira y me habla, sino que me interpela porque ese es el modo como se construye un proyecto colectivo.
Suspender la vida a través del suicidio es rechazar la posibilidad de todo proyecto en común. Quizá el que el ser humano haya desarrollado una estrategia para mirarse a sí mismo y para hacer que todos lo miren, finalmente, tejió la razón por la que es posible el suicidio: el narcisismo. Hacía mucho que Alan García, quien con sorna hablaba de su ego colosal, había dejado de mirar a los otros; los otros se habían convertido en un medio por el que se veía a sí mismo. ¿Por qué a nadie se le ocurrió romper el hechizo narcisista en el que muy probablemente habitaba cada vez más aislado? Porque algunos lo necesitaban precisamente así.
La justicia era el último y el mejor antídoto contra una práctica autocontemplativa; y hubiera sido el remedio para encontrarse de nuevo con los demás al dar cuenta de sus actos: justos o injustos. Y es que vivir juntos significa dar cuenta de nuestros actos incluso cuando estos sean injustos y despreciables. La responsabilidad que tenemos frente al otro es inalienable.
En los evangelios se recuerda que Judas, después de traicionar a Jesús, acabó con su vida. El drama del narciso es que no puede aceptarse limitado y a la vez con capacidad de reconstruir. Pedro en cambio, lloró amargamente y se convirtió en el apóstol que tomó la batuta de la naciente Iglesia. Judas vivió su drama y sus errores en el total aislamiento; Pedro se encontró con la mirada del otro (de Jesús). Sin esperanza en el valor que el otro le ofrecía por lo que era, Alan cometió un último gran error. Ahora hay que dejarlo en paz, sin justificar su error ni condenarlo, pero tampoco haciendo creer que tomó una brillante decisión.
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