En su célebre tratado Sobre la ira, el filósofo romano Séneca (4- 65 DC) consideró que las personas se vuelven más sensibles a las pequeñas molestias y frustraciones en la medida que sus expectativas materiales e interpersonales crecen de forma exagerada. Las personas iracundas – dominadas por la ira-, se consideran intocables, con pretensiones de gran autoridad, deseando tener control absoluto sobre otros, siendo incapaces de ejercer algún control sobre si mismos. Para Séneca, las personas iracundas suelen tener esperanzas poco realistas sobre cómo deben tratarlas los demás y sobre cómo deben salir las cosas. Cuando estas expectativas no se cumplen, la frustración resultante puede desencadenar la ira.
Séneca abordó la ira desde una perspectiva estoica, argumentando que esta emoción debía ser controlada y racionalizada. El filósofo cordobés describió la ira como un estado destructivo que podía llevar a decisiones irracionales y a conflictos innecesarios. En su visión, cuando una persona se deja llevar por la ira, se convierte en esclava de sus pasiones y pierde su capacidad de razonar. De ahí la necesidad de cultivar el autocontrol racional para manejar adecuadamente este sentimiento. Y, sobre todo, aprender a reducir las expectativas que nos hacemos sobre las personas que nos rodean y sobre la sociedad en la que vivimos, pues nuestro espacio de decisión es muy limitado. El mundo es inmensamente más grande de lo que podemos controlar. Ser sabio, para el gran filósofo, es aceptar la realidad tal como se presenta, sin hacerse demasiadas ilusiones de cambio. En suman, se trata de reconocer el destino tal como el universo lo ha establecido. Sin embargo, ¿estamos en esta época en condiciones de aceptar la vida como es?
Muchas conductas culturales, en las sociedades urbanas de esta época, se encuentran motivadas por el culto al éxito. A pesar del aumento significativo de la riqueza en los últimos dos siglos y las posibilidades de movilidad social, la felicidad no ha aumentado proporcionalmente debido a las comparaciones constantes entre los iguales. A mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, estudiando a la sociedad norteamericana, observó cómo la igualdad de oportunidades y la movilidad social, intensifica la envidia y la competencia, llevando a una insatisfacción generalizada. Esta comparación puede generar sentimientos de insatisfacción e inquietud, conduciéndonos de la frustración a la furia.
La idea de que todos somos esencialmente iguales en derechos y oportunidades, aunque positiva, tiene un efecto secundario: cuando hay desigualdades observables, es difícil no percibir los logros de otros como un reproche implícito a lo que uno no ha conseguido. La ira puede surgir cuando nuestras expectativas no se cumplen. En una sociedad que promueve la idea de que todos pueden alcanzar el éxito, el fracaso se percibe como una traición a las ilusiones propias. La comparación constante con los demás, junto con la presión social para triunfar, genera un riesgo elevado de humillación y, por ende, de ira.
La ira puede ser un catalizador para el sectarismo, ya que las comunidades que se sienten frustradas, amenazadas o marginadas pueden desarrollar un sentido de identidad basado en el resentimiento hacia otros grupos. Este fenómeno es evidente en conflictos sectarios donde la ira hacia un grupo percibido como opresor o dominante puede intensificar la cohesión interna y la hostilidad externa. Asimismo, la obsesión por la riqueza material y el éxito, promovida por los valores culturales, puede llevar a una insatisfacción constante, pues se promueven las expectativas de comprar objetos distintivos o evidenciar un estilo de vida, lo que a su vez puede incrementar la frustración colectiva. Gran parte de la edad de la ira que estamos viviendo está motivada por frustraciones colectivas que el mismo sistema social ha creado.
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