Tras el final del ciclo, la universidad volvía al silencio después del bullicio académico del semestre. Desde la ventana de la oficina, contemplábamos el jardín solitario, el árbol que nos acompaña por años y, en la quietud, repasábamos nuestras anotaciones para los artículos en camino y los futuros cursos. El retorno del silencio era el momento para ponderar la estimulante vida que hay en una universidad.
Ahora, en estos tiempos de incertidumbre, valoramos más la vitalidad del quehacer universitario. Sobre todo, como el lugar en donde un grupo humano convive al interior de un ecosistema definido. El espacio en donde dictamos clases, nos sumergimos en la investigación, tomamos café con algún colega, compartiendo diversas preocupaciones y conversamos con los discípulos sobre distintos temas, desde académicos hasta existenciales. También, donde está la biblioteca, a donde vamos a husmear, por enésima vez, las estanterías en busca de algún texto siempre útil. En suma, el espacio donde un país se piensa a sí mismo.
La vida universitaria se ejerce en un territorio preciso. Conviven diversas historias humanas, atravesadas por el interés de llegar a comprender lo general y lo específico. De ahí que requiera de tacto, de vista, de inflexión de voz y, sobre todo, de la certeza que se está ante un congénere y no frente a una imagen indefinida sobre un fondo oscuro e incierto.
El modo como hemos procedido para mitigar los efectos de la emergencia sanitaria global ha permitido la continuidad de la educación en su dimensión instructiva. El necesario e inevitable “principio de realidad”, nos obliga a buscar soluciones concretas ante situaciones apremiantes. Pero esta virtualidad de la experiencia universitaria se realiza en un “no-lugar”, en palabras del antropólogo Marc Augé. Es decir, en una autopista informática de transitorias fugacidades.
Marc Augé consideraba que en el “no-lugar” es difícil interiorizar el sentido de pertenencia, porque nos hallamos permanentemente de paso, experimentando relaciones en gran medida aleatorias y circunstanciales. En las palabras del intelectual francés, esta situación era un atributo de la “sobremodernidad”, caracterizada por la ausencia del contacto humano territorializado e incapaz de hacernos sentir parte de algo o de alguien.
Como suele pasar cuando nos encontramos en medio de un proceso, todavía no podemos deducir qué efectos tendrá la experiencia del “no lugar” virtual en la vida universitaria. Quizás, de prolongarse más tiempo este estado de cosas, una parte importante de los vínculos ético-afectivos que mantienen unido a un claustro, podrían deteriorarse en función de la eficacia de la transmisión de información y de datos. Es obvio que aprenderemos nuevas cosas, los humanos lo hacemos desde hace miles de años. Pero también es evidente que, en esta situación, podríamos olvidar otras. Sólo esperemos que la vida universitaria, que es mucho más amplia y rica que la instrucción profesional, persista por el bien de la comunidad de maestros y estudiantes, la que produce el pensar complejo de una sociedad y las soluciones técnico aplicadas que ella precisa.
Comparte esta noticia