Desde el principio de la emergencia sanitaria global, sabíamos que esta situación no sólo iba durar más tiempo del que se pensaba. Si no, además, que nos conduciría al colapso social y cultural. Pues bien, varios meses después del comienzo de la pandemia, asistimos a los inicios del derrumbe. Y las primeras muestras del mismo, se evidencian en los comportamientos, muchos de ellos signados por la negación o por la evasión.
Ante esto, surgen varias interrogantes. ¿Por qué hay un creciente número de personas que niegan la existencia de la enfermedad viral (o la trivializan)? O, ¿por qué se extienden las explicaciones más esotéricas y conspirativas respecto al origen de la pandemia?
Parece ser que los ciudadanos que pueden sobrellevar el distanciamiento físico y el cambio radical de hábitos de vida, son aquellos que tienen mayores soportes interiores. Poseen una vida interior sustentada en una mayor seguridad psicológica, proveniente de principios éticos seculares, una fe religiosa madura o de intereses personales autónomos (creatividad, reflexión, educación, etc.). Estas personas suelen tener una vida íntima más poderosa, que no las libra de la preocupación, del estrés y, eventualmente, de la melancolía, pero les ayuda construir los medios para resistir esta situación extrema. Descubren, desde le intelecto, que a pesar de la dureza que se vive, hay deseos y pensamientos que se deben dominar.
Pero no todos tienen estas disposiciones mentales. Al carecer de una vida interior vigorosa, muchos habían experimentado, en el mundo anterior a la pandemia, una existencia fundamentalmente volcada al consumo, al espectáculo, a la diversión y al entretenimiento. En suma, hicieron de la exteriorización una estrategia de vida. En este grupo de personas, socialmente transversal, las consecuencias de las restricciones que nos ha impuesto la pandemia, han tenido efectos devastadores.
La añoranza por el pasado reciente, es común a todos. Porque tenemos en nuestra memoria los vestigios cercanos de una vida que se nos fue arrancada de raíz. Sin embargo, mientras unos aceptan estoicamente el signo de este tiempo, otros no se encuentran en condiciones de admitir que la vida ha cambiado. De ahí que la mayor parte de negacionistas esté experimentando el deseo compulsivo de volver a la situación anterior, pero convertida en “utopía arcaica”. Es decir, un pasado idealizado que ha sido cercenado por los “malvados del mundo”.
Es obvio que las innumerables restricciones, después de medio año, aumentan el hastío y la frustración. Y ambos son tan reales como el virus que tratamos de conjurar con el distanciamiento y la ansiada vacuna. Lo preocupante es que el creciente negacionismo cree las condiciones para el surgimiento de movimientos culturales o políticos extremistas, que prometan el retorno al mundo anterior al 2020 o que busquen “chivos expiatorios” a quien culpar por la vida perdida o robada.
En varios momentos históricos, la desesperación y el hastío han tenido un rol fundamental en el desarrollo de los procesos sociales, políticos y culturales. La creciente ola de hartazgo global, ante las restricciones de movilidad, de comercio y de interacción humana, abre la puerta a otras manifestaciones del colapso integral que cierne sobre todos. Negar el hartazgo es tan peligroso como negar la existencia del virus y su mortalidad.
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