Cuando Karl Popper escribió “La sociedad abierta y sus enemigos”, Europa sufría los efectos de la Gran Depresión y el subsecuente auge de los totalitarismos. El autor, en su autobiografía, nos cuenta el proceso de creación. En la lejana Nueva Zelanda, a donde había tenido de migrar por razones laborales, ordenó las reflexiones que había expuesto en los seminarios de lógica de ciencias sociales, impartidas entre 1936 y 1937, en el London School Economics. Ya, en Oceanía, durante la conflagración, el filósofo austriaco empezó su escritura considerándola “su contribución contra la guerra”. Tras el conflicto bélico, el libro fue editado y tuvo un éxito considerable.
Pero Popper no fue el inventor de la “sociedad abierta”. Más bien, advirtió teóricamente su existencia, estableciendo que es el tipo de sociedad que se edifica gracias al libre ejercicio de la crítica. Logrando, con ello, autocorregirse, adaptarse y evolucionar. En la “sociedad abierta” las instituciones de todo tipo son sometidas al escrutinio racional a fin de determinar las necesidades de transformación y de mejoría de las mismas. En cambio, en la “sociedad cerrada”, por razones ideológicas, se reduce el ejercicio de la crítica o se suprime. Por lo tanto, no hay posibilidad de autocorrección, de adaptación y de mejoría.
En la “sociedad abierta” se pueden sumar elementos aparentemente disímiles. Si el sistema de libertades y derechos individuales ocasiona un aumento de las desigualdades, la sociedad se corrige a si misma e incorpora derechos sociales; porque lo que importa, finalmente, es el bienestar práctico de las personas. Sin ese espacio para la crítica, sería imposible ubicar los errores que se cometen en las comunidades humanas, con efectos dañinos sobre los sujetos.
La “sociedad abierta” se construye sobre la libre autonomía de los sujetos. Sin embargo, esta simple certeza ética ha sufrido innumerables amenazas. No solo de los totalitarismos históricos. Pues, actualmente, observamos formas solapadas de control social en sistemas aparentemente democráticos. Asimismo, presenciamos acciones de diversos grupos que tienden a cancelar el derecho a disentir de algunas personas. Es como si la “tentación totalitaria” de la que nos alertaba Jean-François Ravel, se hubiera trasladado desde el plano gubernamental al ámbito de las relaciones sociales.
La tentación de “cerrar la sociedad”, ya sea desde los gobiernos, las corporaciones o desde las “tiranías de los grupos”, ha estado latente a lo largo de la modernidad. Y en el contexto actual de colapso sistémico, las voces contrarias al ejercicio de la crítica se empiezan a multiplicar alentadas por la frustración, el miedo y el hartazgo. Si antes del 2020, notábamos el crecimiento de los populismos identitarios y de los populismos libertarios, que tienden a la prédica cancelatoria de quienes piensan de forma diferente, en este contexto asistimos a la desmesura de estas posiciones que, sin advertir su virulencia, generan una atmósfera contraria a la libertad crítica.
Afortunadamente, diversas comunidades humanas y personas han defendido el derecho al ejercicio de la crítica y al disenso desde hace mucho. Porque se asume que, a pesar de sus imperfecciones, la “sociedad abierta” es el espacio en donde nuestra humanidad se proyecta de forma más plena. En esta época de creciente intolerancia, la “sociedad abierta”, nuevamente está en riesgo. Dependerá de nosotros si la autonomía racional de los sujetos, sigue siendo un principio fundamental de nuestras vidas.
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