“La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he ahí el lema de la ilustración”
Este es, probablemente, uno de los párrafos introductorios mejor conocidos de la bibliografía filosófica moderna, que se encuentra en una brevísima obra titulada “¿Qué es la ilustración?, de Immanuel Kant (1724-1804), el más importante pensador de la ilustración alemana. Kant estableció varios de los problemas filosóficos abordados en los siguientes dos siglos, y sentó los cimientos para innumerables escuelas de pensamiento filosófico y científico. Por sus repercusiones integrales, la obra del genio Königsberg, es una de las más importantes de la historia de la filosofía.
Más allá de la potente frase, “atrévete a saber”, que sintetiza el espíritu del Siglo Las Luces, la ilustración ha suscitado sospechas y ha tenido detractores. Desde los que cuestionaban la igualdad moral y legal de los sujetos por razones religiosas o tradicionales, hasta los que consideraban peligrosa la generalización de la racionalidad científica. Para estos mismos, el afán cosmopolita ilustrado nos llevaría a una civilización sin comunidades locales y, en su aspiración secularizadora, al ocultamiento de la experiencia sobrenatural.
A pesar de las reacciones conservadoras y románticas, la ilustración influenció a diversos proyectos ideológicos. Y configuró una parte considerable de nuestros consensos políticos, al extremo que las libertades individuales, la soberanía del estado nación y los derechos sociales nos parecen, por lo menos en el papel legal, insustituibles.
Sin embargo, las dinámicas sociales y culturales fueron mucho más complejas que las proyecciones intelectuales e ideológicas. Y hubo señales, a lo largo del siglo XX, que hicieron creer que la aspiración iluminista mostraba serias limitaciones en un escenario de hiper heterogeneidad cultural, de exponencial crecimiento del poder tecnológico y de acumulaciones ilimitadas en los poderes económicos y políticos. Así, por un lado, se afirmó que la modernidad ilustrada había llegado a su fin o, en todo caso, era un proyecto inconcluso.
De pronto, sentenciar el fin o la superación del proyecto ilustrado, fue algo apresurado. Pues, aun cuando parezca desmesurada la confianza emancipatoria en la razón crítica y científica, no hemos desarrollado otra forma de asumir el conocimiento que nos permita enfrentar los desafíos de nuestro mundo. Los innumerables problemas derivados de la pandemia (sociales, políticos, económicos), podrán ser conjurados -en parte- gracias a la racionalidad científica. Y la población de cada país, llegaría a ser más cuidadosa de su salud si, efectivamente, actuara racionalmente. Sabemos que esto no es fácil. Pero es lo más lógico.
Como nos ensañaba Kant, guiarse por la razón proviene de un acto de voluntad. El sujeto decide utilizar las herramientas de la inteligencia humana para ser verdaderamente libre. Y gracias a ello, aprender a no dejarse llevar por los prejuicios, las causas inexistentes, los falsos gurús, las supersticiones, etc.
Atreverse a saber es imperativo de siempre. Pero más necesario en momentos donde se recomienda beber lejía, donde se teme a las vacunas por ser portadoras de chips, donde se niega la mortalidad de lo que nos mantiene alejados o se pretende vivir como si nada hubiera pasado. Bajo estas circunstancias, recuperar la aspiración ilustrada, al menos en sociedades en extrema emergencia, como la nuestra, es un imperativo moral.
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