En los últimos días del Tercer Reich, en medio del momento más cruento de la Batalla de Berlín, un enloquecido Adolf Hitler daba órdenes desquiciadas a sus últimos oficiales. La más extrema de ellas, fue organizar un escuadrón de niños -que se unieron a los últimos soldados de Reich-, a luchar contra el Ejército Rojo, liderado por el general Gueorgui Zhúkov.
Las fuerzas soviéticas habían sometido a la capital alemana a un intenso bombardeo, que dejó a Berlín completamente en ruinas. Así, calle por calle, dicha batalla fue una de las más difíciles y sangrientas de la Segunda Guerra Mundial, dejando cerca de medio millón de muertos, entre soldados y civiles. En aquellos momentos terminales, el dictador nazi esperaba la supuesta llegada de una serie de ejércitos que debían venir del norte de Europa, a fin de liberar a Berlín de cerco soviético.
Lo cierto es que esas fuerzas solo existían en la cabeza del iracundo Hitler. Los “ejércitos del norte” nunca llegaron. Y en un acto de desesperación mayor, su esposa Eva y él, se suicidaron el 30 de abril de 1945.
El arrebato de enajenación de Hitler, no se forjó en la Batalla de Berlín. De hecho, gran parte de la derrota germana en esta guerra tuvo su origen en una serie de innumerables decisiones desquiciadas, tomadas sin la mayor conciencia de realidad. De ahí que, de alguna manera, la capitulación germana estaba sellada cuando Alemania le declara la guerra a los Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor y tras la invasión a la URSS. Al hacerse mundial, y ampliar los actores bélicos, era muy difícil sostener tantos frentes, con la misma eficacia. El Tercer Reich – por su insana tozudez ideológica-, fue incapaz de sopesar la importancia que tiene la realidad al momento de cincelar las decisiones.
¿Qué nos enseña la experiencia de los inexistentes “ejércitos del norte”? Varias cosas. Una de ellas es aprender a reconocer cuándo una esperanza tiene razones fundadas. En efecto, la esperanza tiene sentido cuando hay una serie de eventos que objetivamente se presentan como oportunidades de éxito. Otra enseñanza, quizás la más importante, asumir conscientemente el valor que tiene el aceptar la realidad tal cual. Esta aceptación puede ser muy dura para una mente acostumbrada a evadir la fuerza de los hechos. Y también muy dura para aquellos que observan la vida con una carga subjetiva o ideológica muy fuerte.
Un rasgo de la madurez, sobre todo después de los años núbiles, es aprender a aceptar la realidad. Admitir la presencia objetiva de hechos y procesos, permite ajustar las decisiones de una manera que sus efectos no tengan mayores consecuencias negativas en diversos plazos.
Esta madurez no solo corresponde a un gobernante; es propia de cualquier persona que tiene bajo su responsabilidad la vida de otros. Toda teoría filosófica, científica, técnica; toda escuela de pensamiento y enfoque; toda ideología, doctrina, cosmovisión religiosa, etc., son superadas por la inmensidad de la realidad. La admisión humilde al “esplendor de la verdad” nos permite darnos cuenta de que nuestras decisiones pueden ser muy negativas si actuamos a espaldas ella. De ahí que le mejor esperanza es aquella que tiene fundamentos objetivos. Pues lo peor es esperar a los “ejércitos del norte”, que nunca llegan en medio cualquier desastre.
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