Lo que vivimos entre 1980 y 2000, denominado Conflicto Armado Interno (CAI), fue un acontecimiento que marcó la historia del Perú, nuestras vidas y lo que somos hoy como sociedad, sin importar donde vivimos, la clase, el género o la etnia. Quienes aún conservan las marcas en la piel, la foto del ser querido asesinado o desaparecido y se le estruja el corazón al recordar, han construido una memoria propia de dicho acontecimiento desde el lugar que ocuparon como miembros de las organizaciones alzadas en armas, desde alguna de las instituciones públicas, desde la comunidad afectada o desde la experiencia familiar. Esa memoria es un relato individual y colectivo a la vez, que a veces queremos silenciar y otras veces compartir con los nuestros.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación señaló en su informe (2003) que fueron alrededor de 70,000 las víctimas del CAI entre asesinados y desaparecidos, la mayoría pertenecientes a pueblos originarios con una lengua distinta al castellano: “ 46% provocadas por el PCP-Sendero Luminoso; 30% provocadas por Agentes del Estado; y 24% provocadas por otros agentes o circunstancias (rondas campesinas, comités de autodefensa, MRTA, grupos paramilitares, agentes no identificados o víctimas ocurridas en enfrentamientos o situaciones de combate armado)”. Pero no fueron los únicos, el Registro de Víctimas del Consejo Nacional de Reparaciones ha registrado 249,535 individuos y comunidades afectadas hasta abril del 2019, entre víctimas directas y familiares, que incluyen a quienes sufrieron torturas, violaciones sexuales y otras formas de violencia, también a las niñas y niños nacidos como resultado de una violación sexual.
Fueron veinte años de terror, la décima parte de nuestra vida republicana en la que vivimos ensangrentados, atrapados en un conflicto cruel que valgan verdades afectaron más a los pueblos andinos, desestructurando sus mundos, arrebatándoles la vida que es lo más sagrado que tiene un ser humano. Hoy por hoy las historias se cuentan por montones en las comunidades de nuestros andes peruanos. Cuando preguntamos con respeto y cariño se logra conocer las historias a través de las abuelas y abuelos, de los que fueros niños y jóvenes en aquel entonces, muchas veces ocultados por días en los cerros a la espera que se marchen las fuerzas del orden o los senderistas. Son historias contadas con lágrimas en los ojos de aquellos que vieron morir a sus padres o a sus hijos sin terminar de comprender qué pasó, por qué tanto ensañamiento.
Dejar de abordar este capítulo de nuestra historia republicana no lo hace desaparecer, por el contrario, el riesgo es distorsionar la realidad e impedir la construcción de las memorias colectivas. Lo ocurrido en las últimas campañas electorales con la banalización de la palabra “terrorista” pretendiendo insultar a cualquier persona progresista o izquierdista que hable de transformación asociándola a los partidos en armas, sólo vacía el contenido de la palabra y nos aleja e insensibiliza, limitando la posibilidad de comprender los hechos ocurridos, su contexto histórico y la necesaria solidaridad con las víctimas.
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