A abril del presente año, el RUV (registro único de víctimas) del Consejo de Reparaciones del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos reportó 249, 535 víctimas, entre personas individuales y comunidades, del conflicto armado interno (CAI) acontecido en nuestro país entre 1980-2000. Desde que asumió funciones en el 2006 no ha cesado en la tarea de actualizar dicho registro y las víctimas siguen apareciendo.
El 28 de agosto se cumplieron dieciséis años de la entrega del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que en ese entonces reportó casi 70,000 víctimas siendo el 75 % de una lengua originaria distinta al castellano. Si bien todas y todos fuimos afectados de una u otra forma, porque perdimos un familiar, un amigo o un vecino, o tal vez vivimos un triste episodio en las provincias o en Lima, estamos aquí respirando y saliendo adelante con nuestros propios dolores. Declararse víctima no es fácil, expresa reconocer la vulneración y el daño, pero es el comienzo del largo camino hacia la justicia. La mayoría de los atendidos por el Consejo de Reparaciones son víctimas directas y familiares de víctimas fallecidas y desaparecidas procedentes de Ayacucho, Huánuco, Junín, Huancavelica, Apurímac, San Martín y Puno principalmente (para mayor información ver http://www.ruv.gob.pe/noticias_127.html). Es fácil darnos cuenta quiénes perdieron más en esa guerra.
Las víctimas exigen la reparación, pero también exigen la acción efectiva del Estado para encontrar a sus familiares desaparecidos y sancionar a los perpetradores, también exigen que su memoria sea respetada y reconocida, que sus historias sean nuestras historias, que no se olvide lo que pasó. La violencia que vivimos fue engendrada en la entraña misma de la desigualdad y la injusticia, del desprecio y abandono a nuestros pueblos y no ha terminado, sale por los poros de aquellos que insultan y ofenden en las redes a las voces disonantes, de aquellos que reducen lo acontecido en esos veinte años de guerra a la acción del PCP-SL sin hacer el más mínimo esfuerzo por comprender la historia de nuestro país, de aquellos que terruquean a las hijas e hijos de quiénes fueron parte del enfrentamiento en los “grupos subversivos” o aquellos que desprecian a las hijas e hijos de los que fueron miembros de las “fuerzas del orden”. La violencia está allí y es del mismo material con el que se inició el CAI.
A 16 años las recomendaciones del informe aún no se cumplen en su totalidad, las políticas que han debido implementarlas son la parte más débil y por eso nos toca seguir exigiendo justicia para las víctimas y contribuir a la reconciliación. Tal vez el primer paso, es recuperar nuestra propia memoria, liberar el dolor para razonar los hechos, reconocernos como actores de esas violencias que se manifiestan en odios y discriminaciones y que se instalan cómodamente en la indiferencia. Un segundo paso es educar, hablarlo con nuestros niños, niñas y jóvenes, y asumirlo como un tema obligado en la vida familiar y escolar.
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