La neurodiversidad es un tema que ha entrado levemente en el sistema educativo mundial, principalmente —léase, únicamente— en el nivel escolar. Es ahí donde las y los docentes, a partir del aprendizaje obtenido en posgrados, vienen intentando introducir cambios en pequeña y gran escala. Por ejemplo, algunas y algunos han reducido la cantidad e intensidad de los estímulos (visuales, auditivos, táctiles, etc.) para que las y los estudiantes con trastorno del espectro autista, síndrome de Asperger o trastorno de ansiedad puedan aprender sin ver activado todo el tiempo el mismo sistema de estrés que utilizamos para defendernos frente ataques externos —¿se imaginan intentar aprender diariamente con luces tipo reflectores de estadio y ruidos de los parlantes del concierto de Queen en el Wembley? ¿Realmente podrían hacerlo?—. Otras educadoras y otros educadores están promoviendo la autorregulación de estudiantes con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) mediante actividad física moderada y meditación mindfulness sin pretender borrar aquellos atributos que los hacen especiales, a saber, la facilidad con la que pueden generar ideas innovadoras —estas mismas estrategias pueden ser útiles en los trastornos del estado de ánimo y trastornos de ansiedad—. Y, para los estudiantes con dislexia, se están incorporando dispositivos digitales que permiten modificar el color de fondo y el tamaño de letra de acuerdo con sus propias necesidades.
Hasta aquí, la educación neurodiversa parece seguir un decurso alentador; parece hacernos un guiño cómplice para que nos tomemos un descanso y observemos, sentados en una banca, todo lo que se ha logrado. Si nuestra atención se quedara en el nivel escolar —hablo del nivel escolar a nivel mundial, porque, en Perú, la educación y la neurodiversidad parecen dos islas separadas por una gran corriente marina que imposibilita la visibilidad entre ellas—, probablemente nos sentiríamos satisfechas y satisfechos, y nuestro ímpetu por lograr un mundo más amigable con la neurodiversidad lo dosificaríamos en pequeñas permutaciones, de cuando en vez, en los aspectos que aún siguen relegados (p. ej., en educar a niñas, niños y adolescentes neurotípicos y neurodiversos para que sepan convivir con la diversidad). El problema es que, mientras avanzamos hacia los niveles más alejados de la educación básica regular, como el técnico y el universitario, la neurodiversidad se convierte en mitología, en la historia jamás contada, en un concepto que nos hace situar la mirada en un punto neutro mientras nuestro cerebro, a duras penas, busca algún rezago de memoria que nos ilumine y nos haga sentido.
En este nivel educativo, la búsqueda por el reconocimiento y el respeto a la diversidad es, como diría César Vallejo en el poema Fusión, «un tristísimo rumor». Las aulas son completamente estandarizadas, las estrategias pedagógicas son iguales para todas y todos, y las evaluaciones, que son cortadas con la misma tijera de lo normativo, se contemplan como actividades que deben ser cumplidas para pasar de curso, graduarse o titularse sin importar si se está vulnerando el principio de la diversidad. Si hacemos un close up a lo le sucede a un estudiante con síndrome de Asperger en muchas universidades o institutos, notaremos cómo es afectado por la cantidad de estímulos de las clases, de qué manera es coaccionado a participar en actividades sociales que le producen un alto grado de ansiedad (porque, de lo contrario, no tiene «espíritu universitario»), cómo es evaluado en salones con ruidos, voces y muchos estímulos sociales flotando en el espacio (ruidos, voces y estímulos sociales que no logra procesar adecuadamente a nivel cerebral) y de qué forma las y los docentes pretenden encuadrar la «inteligencia específica» que posee (p. ej., algunos son buenos desarrollando exámenes escritos, otros elaborando estupendos trabajos teóricos o monografías, etc.) en un único formato de evaluación para graduarse, a saber, un examen de grado o una tesis de investigación.
La «normalidad» y la «homogeneización» son los principios que imperan en la cátedra universitaria y técnica. La neurodiversidad es un extraño que se equivocó de puerta. —Si quieres pertenecer aquí, debes uniformarte como nosotras y nosotros —le gritan desde dentro. El detalle —dantesco detalle, por cierto— es que los cerebros de las personas neurodiversas llegan a funcionar en una configuración heterogénea, en una conformación que escapa a las leyes de la normalidad que continuamos repitiendo. Obligar que este orden cerebral se acople a matrices típicas es como pretender encajar un triángulo en el molde de un cuadrado en un tablero de madera. Por más que lo fuerces, su naturaleza responde a otra forma, a otro diseño. ¿Entender esto nos va a hacer una sociedad más amigable con la neurodiversidad? Sí, pero cuánto nos tome llegar a ese punto va a depender de la apertura de las personas para comprender lo que la ciencia nos dice y de la empatía para ponerse en el lugar de la neurodiversidad.
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