La semana pasada escribí una columna sobre las videollamadas con dos argumentos, extraídos de investigaciones científicas, para demostrar que esta tecnología no reemplaza las funciones socioemocionales de las interacciones presenciales. Para ir un poco más allá, en las historias de mis redes sociales, las y los invité a responder por qué creen que las videollamadas generan estrés. Luego de revisar sus respuestas, encontré una que llamó particularmente mi atención: me hablaba de una sensación de extrañeza al esperar un contacto más íntimo y no encontrarlo en la comunicación virtual. Lo que me capturó fue que tanto otras personas de mi entorno, como yo, hemos experimentado no solo extrañeza, sino, incluso, tristeza, al salir de una videollamada. Esta sensación se ha podido extender, con total facilidad, al término de los encuentros presenciales en parques con familia, amigas y amigos. Por ejemplo, luego de ver a la familia de mi esposa en un parque cercano a nuestro departamento, de ver a mi padre, médico él, en su centro de laboral y de estar con amigas y amigos en una videollamada, sentimos una sensación de inconclusión cercana a la tristeza.
Pensando en lo oculto, en lo que subyace a este brote emocional, se me ocurre que podría estar ligado tres factores interrelacionados: la añoranza, la frustración y el principio de realidad. Lo que sucede, desde mi observación más pormenorizada, es que, de forma consciente o no consciente, asistimos a esos encuentros presenciales o digitales, con la añoranza del reencuentro físico, con el deseo volitivo o subrepticio de volver a nuestra antigua normalidad caracterizada por los abrazos, la cercanía social y las sonrisas a vista de todas y todos. Sin embargo, nos damos contra un muro que hace añicos nuestra esperanza y que nos recuerda que aún estamos en pandemia, que ya va más de un año de esto y que, por ahora, continuaremos así. Este muro, en este caso en especial, se llama «principio de realidad», en otras palabras, la realidad externa que nos pone limitaciones objetivas a nuestras intenciones. Con este principio con el que nos topamos cada vez que buscamos regresar a nuestro tan ansiado estado de cosas prepandémico, no sería extraño, entonces, que veamos frustradas nuestras pretensiones y que, en consecuencia, experimentemos una activación emocional que se presenta como tristeza —en otras personas, naturalmente, podría ser ira, angustia, ansiedad o cualquiera de las variantes emocionales que conocemos—.
Por ende, es la secuencia lógica entre esos tres factores lo que nos conduce a sentirnos de esa manera. Es nuestro deseo frustrado por el principio de realidad lo que nos lleva a regresar a casa luego de un encuentro en el parque o a apagar la computadora después de una videollamada con una sensación de extrañeza y tristeza que no logramos descifrar. Si partimos de ese presupuesto, podremos concluir que la cantidad de deseo es directamente proporcional a la cantidad de tristeza. En otras palabras, mientras más queramos que todo vuelva a la antigua normalidad, mientras más ansiemos que los encuentros con las personas de nuestro entorno sean como los de antes, más fuerte nos pegará la embestida emocional.
Mi sugerencia es, a partir de lo dicho, que, si somos parte de este grupo de personas que sentimos extrañeza, tristeza, ansiedad, ira o cualquier otra emoción lejana a la alegría en estas circunstancias, nos tomemos el tiempo de analizar de dónde viene la emoción (quizás, viene de un anhelo de contacto físico, de una búsqueda de cercanía o de un intento por regresar al pasado, puesto que la pandemia nos ha traído muchas adversidades) y qué función está cumpliendo en ese preciso momento —puede que nos esté invitando o motivando a modificar nuestra forma de abordar la realidad—. Con todo, como siempre les digo, si esta emoción es muy intensa, frecuente e interfiere con nuestra cotidianidad, no dudemos en buscar ayuda profesional.
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