Cuando tenía cuatro años, mi madre llegó a casa con dos libros azules de tapa dura y dos casetes blancos y delgados. No recuerdo bien qué hice en ese momento: si los exploré con curiosidad abrumadora o los dejé estar con suspicacia de quien augura un secreto. Lo que sí recuerdo —este es el hilo conductor de esta columna— es haberle pedido todas las noches que me lea un cuento hasta convertir ese pequeño espacio madre-hijo en una especie de ritual para dormir. Desde ese momento, el día terminaba con una historia, probablemente repetida, sobre tres cerditos que construían sus casas con materiales que podían ser derribados con el soplido de un lobo o con estructuras tan fuertes que convertían las paredes en fortalezas, sobre un niño excesivamente pequeño que dejaba migas de pan en el camino como rastro para regresar a su hogar y sobre una niña que dormía en la casa habitada por tres osos.
Luego, llegaron otros libros, cada uno de ellos con diferentes colores. Juntos, armaban la Enciclopedia de Carlitos, el famoso amigo (porque fue más que un amo) de Snoopy. El libro de color crema, que era el primero de la colección, fue a reemplazar a aquellas aventuras de personajes que, seguramente, también eran moradores de mi propia mente. Algunas partes de ese libro eran las que más me gustaban y pedía, con esmero, que me sean leídas antes de que se apagasen las luces del cuarto. Noche a noche, mi madre me leía, como si se tratase de una historia, qué tan venenosa era la viuda negra, cómo se protegía el pez globo y cuál era la función del sonido reverberante de la cola de la serpiente cascabel.
Ese era un espacio que compartíamos mi madre y yo, como una especie de quiebre temporal en la homogeneidad de la distancia: ella trabajaba arduamente en un servicio de salud estatal y yo cumplía con mi deber de ir al colegio y hacer las tareas por la tarde. Y es casi imposible que mi agradecimiento llegue a retratar la significancia que estas escenas cotidianas tienen para mí. Ahora, como psicólogo clínico, comprendo por qué apilo con escrupulosidad, como si de ropajes acogedores o de mantas abrigadoras se tratasen, estos recuerdos.
Lo que sucede es que la lectura de cuentos o de libros cumple una función en el desarrollo de las niñas y los niños. Parece una actividad banal cuya importancia se reduce a un capricho inocente, como ver un programa en la televisión. Pero, en realidad, la psicología ha demostrado que produce múltiples efectos positivos. Uno de ellos es el estrechamiento del vínculo entre los padres y las hijas o los hijos. Leerles, implícitamente, les dice que estamos ahí para reconfortarlos y hacerlos sentir bien. Y es que no solo se trata de la efectividad de la historia narrada, sino de los pormenores paralingüísticos implicados: el tono y el volumen de voz, la cadencia con la que caen las palabras y los silencios. Todo ello crea una atmósfera que sostiene emocionalmente a las niñas y los niños —incluso, se quedan dormidos antes de llegar al desenlace del cuento— y los introduce en una especie de sincronía con los padres, sincronía que conocemos como vínculo.
Aquí, sin embargo, no terminan los beneficios. Una historia, además de formar una amalgama afectiva entre padres e hijas o hijos, brinda personajes y narrativas con las cuales identificarse. Curiosamente, esa identificación con lo que sucede en el cuento puede, de modo no consciente, resolver algunos meollos psicológicos por los que estén atravesando las niñas y los niños sin saberlo. Es parecido a lo que sucede en una sesión de psicoterapia para este grupo etario: la o el especialista se introduce en el juego creado por los infantes para, a través de los personajes, realizar intervenciones. Esto permite que las niñas y los niños no se sientan amenazados o en peligro, como si se les dijese prepotentemente lo que les podría estar ocurriendo, porque genera un distanciamiento entre sus núcleos internos y la historia, que está en el afuera —por ejemplo, hacer hablar a un personaje en el juego de familia creado por ellas y ellos puede resolver ciertos conflictos familiares que llevan a sesión—.
Mi madre, entonces, fue moldeando un vínculo entre los dos que se hizo más fuerte con cada relato y que me permitió, en cierta medida, paliar y desenredar nudos conflictivos o cumplir deseos y fantasías bajo las premisas de los personajes. Ahora, esos libros que tanto me acompañaron le pertenecen a una persona especial para mí, que ha ido creciendo poco a poco, paso a paso, con los mismos cuentos y, también, con otros que forman parte de su propio bagaje. Le deseo los mismos recuerdos, quizá trastocados por su propia historia, que yo traigo al presente por el Día de la Madre.
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