De Martín Adán a Sor Juana Inés de la Cruz, son distintas las razones que llevaron a diversos autores a recluirse del mundo. Una mirada a quienes vieron en el aislamiento un refugio.
Parecen la bohemia, los viajes y el confinamiento los tres clichés más recurrentes cuando se echa un vistazo a la vida de escritores y escritoras, sin importar la época que sea. Hoy, sin embargo, el aislamiento social producido por el nuevo coronavirus se despoja de su aura creativa, aunque nunca está de más darle una mirada a quienes hicieron de la reclusión, un refugio.
En la década de 1940, cuando Ernest Hemingway se ocupaba de consagrar su imagen de escritor viajero e incansable cazador de aventuras, Carson McCullers, autora de novelas sobre amores desesperados como “Balada del café triste” y “El corazón es un cazador solitario” escribía: “Todo lo que palpita, se mueve y camina en una habitación, sin importar lo que haga, es natural y humano para un escritor”.
McCullers sabía de lo que hablaba, pues había pasado buena parte de su vida encerrada entre cuartos de hospital y otras residencias debido a las múltiples enfermedades que padeció desde temprana edad. Sus males, sin embargo, no la libraron de visitas al exterior, como aquella que hizo a París con su esposo James Reeves y culminó de manera trágica: ella regresando a Estados Unidos, náufraga de amor, y él quedándose en la capital francesa, listo para el suicidio.
Quien sí conoció un encierro total, apartada del aire extranjero y rodeada por la naturaleza de su hogar, fue la poeta Emily Dickinson, cuyo enigmático aislamiento en su casa de Amherst, en Nueva Inglaterra (Estados Unidos), le permitió tener raptos de escritura en los que era capaz de escribir un promedio de 300 poemas al año, aunque en vida publicó solo un total de siete.
Poco se sabe sobre la vida de Dickinson, como que fue hija de una familia de puritanos cuya ortodoxia marcaría su rebelión contra la fe de sus padres, los preceptos religiosos y el matrimonio. A su muerte, en 1886, sus hermanos encontraron entre sus pertenencias una obra prolífica, personalísima, desligada de las convenciones literarias de su época, en cuyos versos cultivó un lenguaje desnudo y una vocación por captar en tonos simbólicos la esencia de su entorno.
Si el confinamiento de Emily Dickinson expresó un espíritu sedicioso contra el puritanismo del siglo XIX, el de Sor Juana Inés de la Cruz haría lo propio dos siglos antes. Pero la poeta mexicana, que se perfiló desde corta edad como un prodigio de las letras castellanas, no buscó arremeter contra sus creencias, sino utilizarla como un vehículo de emancipación intelectual. Gracias a su encierro pudo ampliar sus horizontes literarios de los que, en el nada feminista siglo XVII, estaba vedada de acceder por su condición de mujer.
Así, en 1669, quien fuera Juana Inés de Asbaje y Ramírez se recluyó en el Convento de la Orden de San Jerónimo, donde además de adorar a Dios bajo la mirada protectora y amorosa de María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, virreina de México, se dedicó a desarrollar una vasta obra que abarcó géneros como la poesía, la dramaturgia y la prosa literaria. “Vivir sola... no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió sobre su encierro.
El aislamiento como metáfora de liberación es una paradoja que solo puede tener lugar en una realidad latigueada por poderes opresivos como el machismo. No fue casual, por ello, que en 1929 Virginia Woolf titulara “Una habitación propia” a un ensayo en el que manifestaba la lucha femenina por alcanzar un sitial en el ámbito literario, predominantemente masculino. “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción”, subrayó en una frase que irradia toda una declaración de principios feministas.
RECLUIDOS EN SÍ MISMOS
No deja de ser cierto que los escritores sean seres confinados en sus fantasías. Es una mitología de nuestro tiempo, subvertida solo por aquellos que popularizaron sus figuras de eternos viajantes, pero reforzada por más de uno que hizo de la reclusión una extraña forma de vida. Sobre todo, por quienes terminaron encerrándose en sí mismos.
Ocurrió con Raymond Roussel, autor francés de novelas de culto como “Locus Solus” o “Impresiones del África”, cuya extravagancia —a falta de un mejor nombre para sus disparatados experimentos— lo llevó a construirse una caravana en la que tenía todo lo necesario para viajar por el mundo y verlo desde su ventana. Según recordó el escritor Enrique Vila-Matas, el considerado “padre del surrealismo” llegó a escribir una carta a un amigo en la que respondía que nunca había visto una puesta de sol en el extranjero.
Otros escritores vieron en los manicomios un enclave ideal para evadirse del contacto humano. La defensa acérrima del poeta peruano Martín Adán de su soledad hacen de él un gran exponente: sus reclusiones voluntarias en el Hospital Larco Herrera a lo largo de 17 años y sus últimos días en el albergue de Canevaro, donde finalmente falleció en 1985, son muestras de su adhesión al solipsismo. “Fui en busca de la cordura que me hacía falta. Además, yo siempre he sostenido que los cuerdos están en el manicomio y los locos en la calle. Le puedo asegurar que me sentía muy a gusto con ellos”, contó en una entrevista.
A la misma constelación de autores autorrecluidos perteneció el suizo Robert Walser, autor de novelas influyentes como “Jakob von Gunten” o “Los hermanos Tanner”, quien tras una vida signada por el nomadismo al punto de hacer del paseo una poética, fue alojado, en 1933, en el manicomio de Herisau, en Suiza, donde permaneció voluntariamente el resto de su vida. Ni los médicos ni su familia lo convencieron de abandonar este lugar y salió de allí solo muerto, en 1956, después de un ataque al corazón. “En medio del avance ininterrumpido, me apeteció detenerme”, escribió alguna vez.
Por la misma senda de Adán y Walser caminó el estadounidense J.D. Salinger. Tras probar ese fuerte licor de los escritores que es la fama literaria, decidió prescindir de las apariciones públicas, e incluso de las publicaciones, al aislarse en su casa de Cornish, en New Hampshire (Estados Unidos). Del autor de “El guardián entre el centeno” no volvería a saberse nada desde 1941, cuando publicó su relato “Hapford”, hasta su fallecimiento en el 2010, aunque por su hijo y albacea Matt Salinger se conoce que nunca dejó de escribir.
La cuarentena, que fue durante tanto tiempo una suerte de válvula de escape, ahora se ha convertido para algunos creadores en una angustiosa obligación. Con la saturación de noticias sobre la COVID-19, la inminencia de una recesión económica y el contagio del virus al acecho, poner en marcha la escritura parece una quimera. Los lectores, sin embargo, aguardan: ¿qué tipos de obras verán la luz tras esta pandemia? La respuesta está por escribirse.
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