La noche del 15 de noviembre de 2017 todo el país se tiñó de blanquirrojo para alentar a la Selección Peruana. Y el equipo no defraudó.
Un Estadio Nacional repleto. Las calles, bares y casas teñidas de blanquirrojo. Un equipo que demostró, como diría Alfredo Di Stéfano, que "ningún jugador es tan bueno como todos juntos". Un sueño que parecía lejano y que esa noche nos tocaba el hombro. Un indescifrable rival y un partido de 90 minutos que nos separaban de la gloria. Todas esas cosas veíamos y sentíamos horas previas del Perú vs. Nueva Zelanda que se jugó el 15 de noviembre del 2017.
Era la vuelta de una llave de repechaje que tenía como objetivo volvernos a colocar en la palestra del fútbol. Volver a una Copa del Mundo luego de 36 amargos años. Volver a sentir de primera mano que el fútbol era la cosa más importante de las menos importantes, que era un auténtico pretexto para ser felices y olvidarnos por un rato las dificultades que implican ser ciudadano en este país.
Y llegó el momento de la salida de los equipos. Cantar el himno como si la voz se nos fuera en cada letra. Y empezar una angustia de 90 minutos cuando el árbitro pitó el inicio del partido. Ganar y celebrar o perder y ahogarse en la tristeza. La presión sin duda jugó aquella noche para los nuestros, hasta que llegó el gol de Jefferson Agustín a los 28'.
Luego vino el cabezazo de Christian Ramos a los 65'. La clasificación ya estaba cerca, pero era necesario un poco de dramatismo. Si no sufrimos no vale. Era necesario ver a Alberto Rodríguez anulando a Cris Wood. A Cristian Cueva ser el dueño del balón y conductor del equipo. A Renato Tapia siendo el amo del mediocampo. A Luis Advíncula defendiendo y atacando por esa banda derecha. Y a Raúl Ruidíaz luchando cada balón y tratando de hacernos olvidar que no teníamos a Paolo Guerrero.
"Acabaló Turpin", era el pedido que caía desde las tribunas para el árbitro francés. Y lo acabó al minuto 94, cuando el boleto mundialista ya era inevitable. Jefferson Farfán se dejó caer el campo, con la paz de haber cumplido su trabajo, Ricardo Gareca buscaba con la mirada a su familia en occidente, Christian Cueva lloraba con la camiseta en la mano. Las tribunas eran una fiesta, el país era una fiesta.
Si uno vuelve a escuchar la narración del entrañable Daniel Peredo en los minutos final del partido, percibirá que repite hasta tres veces la palabra "abrazo". Efectivamente, aquel 15 de noviembre todo el país se abrazó gracias al futbol. Un abrazo fuerte, duradero, emotivo y de alegría. Aquella vez nos unimos un poco más por una misma camiseta.
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