Vivimos en una cultura de ruidos, de gritos, de escándalo, donde eso forma parte de nuestro día y a día y lo hemos incorporado en nuestra vida como si fuera algo normal o saludable.
Levantar la voz y los gritos continuos pueden transformarse en algo muy estresante y angustiante para una familia. Las discusiones y las conversaciones terminan siendo evitadas por temor a que se transforme en algo más grande que implique en algún momento exabruptos mayores.
Todos sabemos lo dañino que son los gritos en la comunicación humana, que es una manera de agredir a la persona que está frente a nosotros y que a su vez destruye todo lo que está a nuestro alrededor.
Esto hace que las parejas incorporen este modo de comunicarse, iniciando el camino a la agresión y al deterioro dentro de ellos mismos. Una cosa es hablar alto, pero otra es gritarse. Por lo general, estos gritos van acompañados de insultos, ademanes e ira cuando no de golpes.
Cuando uno le grita a su pareja es como si le lanzara una piedra, una verbal que duele tanto como la del suelo, sobre todo hiere el alma, daña la autoestima, ahuyenta el deseo e incluso puede destruir el amor de manera irreversible. No puedes amar, a la larga, a quien te grita. Y esto que acabo de decir es fundamental pues los gritos terminan por matar el deseo, el respeto y la ilusión.
Por otro lado, cuando una pareja está acostumbrada a gritarse, el nivel de agresión llega a estresar a los demás miembros de la familia y la mayoría de veces los hijos, padres o parientes con quienes convive desarrollan estados de angustia.
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