A los veinte años, Maurice pensaba que era necesario huir. Dejar atrás Nancy, una ciudad odiosa –¿cuál no lo es cuando uno es joven?– y a su enamorada Odile. El paraíso debía estar más allá del mar, en Lima, en el Perú. Allá entre el “sol, los indios en ponchos multicolores, habría un puente de oro prometido a los valerosos capaces de dejar el Meurthe (el río de la ciudad)”.
Lo que encontró el joven fue una ciudad en la que su capacidad como albañil no valía mucho más que en Francia, en la que los cuartuchos que alcanzaba a pagar estaban infestados de cucarachas, sus compañeros eran unos indios borrachos, y las mujeres –mestizas o indias– no eran ni más guapas ni muchos menos mejores amantes que sus coterráneas del noreste francés. Así se le fueron volando diez años, entre aventuras melancólicas, riñas de construcción civil y amoríos deleznables.
Regresar a su ciudad de origen era para Maurice como volver a la casa paterna y mostrar la propia ruina. Fracasado, decidió tragarse el poco orgullo que le quedaba y gastarse los pocos ahorros en devaluados soles peruanos, para volver a trabajar en una construcción, como tantos años atrás. Al menos se pudo emplear pronto, gracias a que Nancy se llenaba de proyectos inmobiliarios de bajo costo para obreros (“HLM” – habitaciones de locación moderada). Allí la suerte sería encontrar trabajo bajo las órdenes de uno de los más poderosos constructores: Christian Wallach. La suerte era doble, el viejo Wallach, se mostraba siempre del brazo de su secretaria y amante, nada menos que su antigua amiga y enamorada Odile, quien pronto vuelve a ser para él también el refugio amoroso que buscaba a sus treinta años.
Perú, país sin amor
Las referencias de Maurice sobre el Perú –el protagonista de esta oscura novela de un también desconocido autor de nombre Frank Thiriet–, son las más lejanas que recuerde este escritor del paraíso perdido y cándido de Rousseau o de la belleza radiante y exótica de la “Perricholi”. Todo parece ser triste y opaco en “El Peruano”, un treintañero quejica que solo quiere encontrar dinero y amor fácil y se estrella de frente contra la realidad de que Lima o Nancy son, para él, el mismo lugar lleno de frustración y de desamor.
Y es que en realidad, como se verá a lo largo de la novela, el quid del asunto no está en las ciudades o en las personas sino en el mismo Maurice “el peruano”, que no es capaz de querer bien ni de vivir feliz. Lo terrible de esta novela melodramática es que poco a poco Maurice parece darse cuenta de eso que lo condena: él mismo es el problema. Y en medio de la desazón por un trabajo monótono, entre el sexo cada vez más desapasionado de Odile y la traición a su jefe Wallach, conoce a Helene, una muchacha ingenua de quien poco a poco se va enamorando y quien no solo le corresponde, sino que además ve en aquel “peruano” a un hombre de mundo por quien vale la pena luchar.
Cuando todo parece alinearse, el final de la novela termina siendo más bien trágico. Walach conoce la traición de su empleado y despide a Maurice, quien a su vez le confiesa a Odile que está dispuesto a acabar con los engaños y amoríos pues ama a la noble Helene. Odile, en venganza por ser abandonada por segunda vez tras diez años, busca a su vez en quien depositar su frustración y llama a Helene, contándole cómo Maurice y ella eran amantes que se conocían desde jóvenes y acusando al protagonista de no saber amar.
Helene se lanza al río y desaparece para siempre, mientras Maurice “el peruano” decide volver a Sudamérica. Por supuesto termina volviendo a Lima, viviendo como un miserable al borde de los acantilados, protegiendo a las tortugas (sic.) que terminan varando en las playas de la costa peruana. Y es que ni en Nancy, ni tampoco en el Perú de ficción, las almas acomplejadas encontrarán el amor.
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