El balance que presentó el Ministerio del Interior de Francia evidencia un problema estructural muy serio. De acuerdo con esta fuente, durante los cinco días de disturbios hubo 23 mil 878 incendios en las calles, incluidos 12 mil 31 vehículos carbonizados, además de 2 mil 508 edificios quemados. Se acometieron 273 inmuebles pertenecientes a las fuerzas del orden y se atacaron 168 escuelas.
De las más de 4 mil personas detenidas, un 60 % no tenía ningún tipo de antecedente policial. En relación con la edad, la media ronda los 17 años, con casos incluso de menores de doce o trece años. De igual forma, las autoridades contabilizaron cerca de 400 sucursales bancarias y 500 tiendas vandalizadas por los manifestantes. Finalmente, la asociación empresarial francesa MEDEF, calcula los daños en más de mil millones de dólares.
No obstante, hay varios factores de los trágicos sucesos en el país galo que podemos rescatar a la luz de la actual coyuntura política peruana. El primero tiene que ver con la impunidad, una vez que se conoció que un policía había asesinado a un menor de edad, inmediatamente fue apartado del servicio y detenido. Las investigaciones arrojaron que el uniformado había falseado su declaración inicial empeorando su situación que incluso lo puede llevar a prisión perpetua. Posteriormente, el gendarme pidió perdón públicamente por los hechos.
Un segundo elemento es el político. Ante la gravedad de los acontecimientos, el presidente Emmanuel Macron se pronunció condenando la violencia policial. Calificó la situación de “inexplicable e inexcusable”, agregando que “nada justifica la muerte de una persona joven”. Seguidamente, apostando por una postura republicana, pidió que se le brinde el tiempo necesario a la justicia para hacer su trabajo.
Un tercer factor es la reacción de las fuerzas de seguridad. Ante la explosión social, la policía y la gendarmería no asesinaron a ningún otro manifestante, a pesar de enfrentar altos niveles de violencia y agresividad. Se incendiaron desde ayuntamientos hasta bibliotecas, hubo pillaje y saqueos, pero la policía se enfrentó a la turba sin armas letales, bien equipada y con el apoyo de los servicios de inteligencia. Cuando las fuerzas del orden detectaban alguna acción ilegal, procedían con el arresto, para ponerlo a disposición de las autoridades correspondientes.
Sin embargo, también existen factores censurables. Un cuarto elemento es el racismo. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos solicitó al Estado francés que aborde de una vez por todas los “problemas profundos” de racismo en la policía. Para este órgano supranacional, el excesivo uso de la fuerza contra miembros de minorías, especialmente aquellos de ascendencia africana y árabe, da lugar a “homicidios desproporcionadamente recurrentes”.
A manera de conclusión, ¿Qué lecciones podemos sacar ante la compleja situación peruana? La primera es que se debe combatir la impunidad. Si algún miembro de las fuerzas del orden comente un hecho execrable, debe ser detenido y separado mientras duren las investigaciones, garantizando el debido proceso. Segundo, las máximas instancias políticas deben liderar la lucha contra la violencia y el abuso, impidiendo a toda costa que los crímenes queden sin sanción. Tercero, que ante hechos de violencia por parte de manifestantes o vándalos, lo que procede en un Estado democrático no es la muerte, sino la detención para la posterior sanción. Esto requerirá sin duda alguna, mayor preparación, mejor equipamiento y el uso de métodos de inteligencia mucho más modernos. Finalmente, es el momento de reconocer que nuestras instituciones también cargan la pesada loza de la discriminación y el racismo. Mientras no abordemos este grave problema con la debida seriedad, nuestros esfuerzos de construir una república caerán en saco roto.
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