La discusión sobre la constitucionalidad o no de la decisión tomada por Martín Vizcarra el 30 de setiembre comienza ya a dar paso a los debates sobre el proceso electoral que se viene en los medios de comunicación. No obstante, luego del encarnizado juego de poderes a lo largo de estos 3 años y medio, es pertinente analizar el estado de nuestro régimen constitucional.
La capacidad por parte de las diferentes tiendas políticas para realizar interpretaciones laxas de la Constitución a lo largo de este periodo, ha llevado inclusive a tener que activar, de manera extrañamente recurrente, nuestros mecanismos de control interno para resolver dichos conflictos (Tribunal Constitucional). En ese sentido, no es casualidad que los constitucionalistas se hayan vuelto las estrellas de los programas de televisión.
El fin de la crisis entre ambos poderes del Estado llegó por una interpretación constitucional inédita por parte del Ejecutivo sobre la denegación de la cuestión de confianza. Sin embargo, esta crisis comienza con otra interpretación constitucional aún más osada, ampliando los supuestos de vacancia del Presidente de la República por parte del Legislativo, abriendo una puerta peligrosa a través del supuesto de incapacidad moral.
Estos dos puntos, que marcan el inicio y el fin de la pelea entre ambos poderes del Estado, no fueron los únicos. La larga lista de interpretaciones antojadizas de la Constitución incluyen leyes y decisiones del Legislativo declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional (la conocida como Ley Mulder, la llamada Ley Antitránsfuga o las restricciones a la cuestión de confianza), el uso antojadizo de los mecanismos de control entre poderes (el gran número de interpelaciones de ministros); y la flexibilización de los procedimientos del Congreso, saltando las reglas internas para la aprobación de normas en aquellos temas que le eran de interés a la mayoría parlamentaria (la ley que facilitaba la libertad bajo vigilancia electrónica que favorecía a Alberto Fujimori, o la ley sobre el delito de financiamiento de origen delictivo para organizaciones políticas, entre otras). Entre muchas otras medidas.
Frente a este escenario, donde los políticos encontraron la manera de moldear y adaptar a su favor las reglas sobre el equilibrio de poderes y sus mecanismos de control; cabría entonces preguntarnos, cómo volver a garantizar la claridad y previsibilidad de estas reglas. Si bien se puede afirmar que el actual enfrentamiento ha terminado, nada nos asegura que problemas como estos puedan volver a surgir en un futuro lejano o no.
Una opción a considerarse es la construcción de una nueva Constitución. Que recoja las lecciones aprendidas en estos años, y que adopte aquellas medidas positivas que incorporó la Constitución del 93, como la creación de entidades como el Tribunal Constitucional o la Defensoría del Pueblo. Pero que, además, fortalezca las instituciones mejorando, por ejemplo, los mecanismos de designación de sus autoridades, evitando repartijas o imposiciones de mayorías en el Congreso.
Asimismo, que permita cambiar la imagen de un Poder Legislativo cada vez más deslegitimado, introduciendo modificaciones sustantivas a nivel de funcionamiento y representatividad, tales como la bicameralidad o la creación de escaños reservados para grupos aun políticamente excluidos.
En ese sentido, y más allá de las fórmulas que se planteen, es fundamental garantizar que este lapsus constitucional no vuelva a ocurrir. Si bien las crisis políticas o económicas van a ser siempre parte de nuestra vida republicana, necesitamos reglas de juego claras y respetuosas de los principios democráticos y del respeto a los derechos humanos, que son fundamentales para el adecuado ejercicio de la ciudadanía.
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