Han pasado ya seis meses desde que iniciamos una cuarentena obligatoria y resulta cada día más evidente que nadie, absolutamente nadie, estaba preparado para esto. De un día para otro, nos quedamos en casa, y todas nuestras rutinas y espacios fueron trastocados en diferentes formas y medidas.
Tengo una hija de 8 años que empezó el año en un colegio cuyo idioma de formación y soporte yo no manejo. Sobrevivimos el primer mes intentando salir adelante con el traductor virtual, las tareas, el trabajo, y la casa, pues confiábamos que esta coyuntura duraría poco. Una noche, conversando con mi esposo sobre lo difícil que era la situación y lo mucho que estábamos afectando la tranquilidad emocional de nuestra hija y de nosotros mismos, tomamos la difícil decisión de cambiarla de colegio, pues necesitábamos facilitarnos la vida y hacer que esta coyuntura transcurra lo más en paz que podamos.
Hoy, cinco meses después de aquella decisión, compleja y difícil para todos, miramos hacia atrás en el tiempo y nos quedamos con la tranquilidad de haber hecho lo correcto. Arianna está tranquila, disfruta más de las clases virtuales, que ahora son en su idioma natal, habiendo incluido nuevos amigos en su experiencia virtual de aprendizaje.
¿Nos arrepentiremos del cambio en unos años cuando notemos que no ha obtenido el segundo y tercer idioma que soñamos para ella? No lo sé, pero sé que toda decisión tiene un precio que debemos pagar. Algo que ganar y algo que perder. Nosotros decidimos apostar por ganar tranquilidad y permitirnos crear mejores recuerdos de familia en este tiempo juntos.
Como adultos y profesionales, hemos aprendido que tener un plan de mediano o largo plazo es lo correcto. Hemos aprendido que debemos pensar en grande y tener sueños ambiciosos. Hemos aprendido que la exigencia es la base para el crecimiento. Todo esto nos fue tan efectivo y tan real hasta el 16 de marzo de 2020 cuando nuestros planes, rutinas, estructuras mentales, sociales, emocionales y económicas se cayeron como un castillo de naipes. En esta coyuntura lo efectivo y lo real, es aprender a disfrutar de las cosas simples, aquellas que damos por sentadas y que no valoramos. Valorar, por ejemplo, el poder despertar cada mañana y respirar sin dificultad, cuando uno de cada tres peruanos está infectado con la COVID-19. Valorar el poder tener una familia que nos acompañe cuando hay miles de enfermos aislados. Valorar el poder tener algún ingreso cuando casi el 20% de los peruanos ha perdido su empleo.
Cuando me preguntan qué debemos hacer para cuidarnos emocional y psicológicamente, mi respuesta inmediata es: busca simplificarte la vida y aprende a vivir un día a la vez.
No es necesario ver las noticias todos los días; eso solo nos colma de pensamientos nocivos. Cuidemos nuestro cuerpo, alimentándonos conscientemente y haciendo ejercicios de manera periódica, pues en caso nos toque sobreponernos a la enfermedad, un sistema inmunológico fuerte dará una mejor batalla. Busquemos apoyar a quienes lo necesiten. No estoy hablando de hacer donaciones u ofrecer ayuda económica, me refiero a llamar a nuestros familiares y amigos. Mantener contacto frecuente con tus padres, abuelos y cualquier adulto mayor que sea importante en tu vida. En este momento, lo más importante es hacerles saber que estamos para ellos y que los tenemos presentes en nuestro corazón.
Finalmente, si aprendemos a vivir de manera simple, valorando lo que tenemos en lugar de enfocarnos en lo que nos falta, lograremos, cuando esto pase, enfocarnos en nuestros sueños y proyectos, pero fortalecidos en el aprendizaje que una coyuntura tan desafiante deja en quienes la vivimos.
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