Hace unos días se reveló por declaraciones de testigos protegidos, que los hermanos Sotelo, asesores legales del presidente de Fuerabamba (Cotabambas, Apurímac) amenazaban a miembros de la comunidad. Según dijeron, los “instigan a que haya enfrentamiento con la Policía, para ello les dicen que provoquen y que hayan muertos". Cómo pudo pasar que personas así de inescrupulosas se instalen en la comunidad y que se llegue al punto de confrontación actual, es algo que no se entiende fácilmente y que varios especialistas en conflictividad social han intentado explicar.
Pero ya estamos aquí, una vez más, ante la escalada de un conflicto social de larga data, que pudo probablemente evitarse. Aunque el diálogo parece estar primando, su ruptura y el desencadenamiento en enfrentamientos es un riesgo todavía posible. Aun si ese fuera el caso, los hermanos Sotelo no deben lograr su cometido. Eso es algo en que los actores involucrados deben coincidir. Es indudable que el Estado es el primer llamado e interesado en que ello no ocurra. La comunidad tampoco puede quererlo, mucho menos cuando ya han perdido la vida comuneros de la zona en enfrentamientos con la policía.
Igualmente ocurre en el caso de la empresa, lo que debe entenderse en un orden global en el que cada vez más se espera que la conducta corporativa esté alineada a criterios de derechos humanos y en el que se cuenta con lineamientos sobre el tema de seguridad. Uno de ellos son los Principios Voluntarios sobre Seguridad y Derechos Humanos (2000) que guían a las empresas -especialmente del sector extractivo- sobre cómo manejar la seguridad de sus operaciones con respeto de los derechos humanos. Justamente uno de sus ejes centrales es que la relación de la empresa con la seguridad pública se oriente a la protección y respeto de tales derechos. Esto es de particular relevancia en este contexto e implica que, en caso se requiera hacer uso de la fuerza pública, se exija cumplir los criterios de estricta necesidad y proporcionalidad.
Dichos criterios son principios básicos consensuados por la comunidad internacional para procurar que los funcionarios públicos que deban usar la fuerza, lo hagan de manera compatible con los derechos humanos. La necesidad supone que únicamente se use la fuerza cuando no haya otra alternativa y que, si es usada, el nivel se determine de manera progresiva y diferenciada según las circunstancias. La proporcionalidad significa que la fuerza empleada se corresponda con la resistencia ofrecida, y con el peligro que representa la persona que va a ser intervenida o la situación que se tiene que controlar.
En nuestro país, estos mismos principios han sido adoptados por la Policía Nacional en relación con el uso de la fuerza, en atención precisamente al marco internacional. Hay que decir que se han dado en los últimos años importantes avances con el Decreto Legislativo 1186 de 2015 y su Reglamento que regula el uso de la fuerza en la función policial, los niveles de la fuerza, y circunstancias y reglas de conducta. El Ministerio del Interior tiene una política sectorial en el tema y ha realizado esfuerzos significativos -aunque todavía insuficientes- para capacitar a agentes policiales en la materia.
Pero al mismo tiempo hay datos que exigen mantenerse alerta. Este conflicto social ha tenido más de un episodio violento. Quizás el peor sea el ocurrido en setiembre de 2015, durante el gobierno de Humala, cuando una protesta de comuneros de Cotabambas y Grau fue reprimida por agentes policiales, dejando como saldo tres personas muertas (civiles) por disparos de bala y otras 23 heridas (15 civiles y 8 policías). Además, las cifras acumuladas de los reportes de la Defensoría del Pueblo arrojan que, entre 2006 y 2018, alrededor de 280 personas murieron en contextos de conflictos sociales, y más de 4860 resultaron heridas (entre policías y civiles). El 2009 fue el peor año con más de 50 personas muertas; en junio se produjo el llamado Baguazo donde murieron 33 personas, incluidos 23 policías.
Otro dato que debe alertar son aquellas voces que piden “mano dura” o que se “imponga el orden y/o la autoridad”, pues pueden reflejar miradas represivas que bastantes víctimas fatales han causado. Afortunadamente, estas voces se encuentran cada vez más aisladas y hoy no tienen cabida bajo el marco legal. Y no debería ser de otro modo, más aun cuando el problema de fondo se vincula a la ineficiencia del propio Estado en el manejo de la conflictividad social, a la falta de una política pública prioritaria en la materia que permita evitar la escalada de situaciones como esta. Tal ausencia ha costado ya muy caro, no debe costar una vida más.
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