Un desafío crucial de nuestros tiempos es la inmensa brecha cognitiva abierta entre miles de millones de personas y el puñado de personas dedicadas a tratar de entender cómo funciona nuestro planeta. Incluso gente profusamente educada o empleada en tecnología y disciplinas distantes de la ecología, no entiende (o no quiere entender) en qué consiste la ciencia. Es fácil confundirla con protocolos, algoritmos y estadísticas, y ejercerla sin imaginación ni espíritu crítico. Para la mayoría, la tecnología es magia; y la ciencia, una iglesia tecnocrática, que debe ofrecer guianzas y respuestas ciertas.
Pero quien alguna vez hizo historia natural (como un niño curioso) o ecología de campo (que es casi lo mismo), sabe que jugar con la vida es hacer malabares con incertidumbres irreductibles. Sabe que los organismos vivos (lo que somos) pueden sorprendernos siempre. Sabe que basta una nueva observación para hacer estallar cualquier conocimiento establecido. Sabe que la labor principal de un científico consiste en aprender a dudar y equivocarse. Esta noción no es privativa de la ecología, por supuesto. Puede alcanzarse igualmente en la investigación social o entre los frascos de un laboratorio. Pero ahí la arrogancia antropocéntrica y la ilusión de control, que nos inculcan nuestros mentores y los textos canónicos, hacen difícil reconocer que navegamos entre “el azar y la necesidad”.
Pongamos el caso del cambio climático. Se repite ad nauseam que “el consenso científico” concluye que la quema de combustibles fósiles y la emisión de determinados gases, aceleradas por la Revolución Industrial, causan este calentamiento global. Pero la ciencia no es una democracia. Todo descubrimiento crucial parte de una minoría enfrentada a la mediocridad y las autoridades del momento. Las academias están plagadas de gente estúpida que acumula poca sabiduría y mucha influencia. El calentamiento global antropogénico fue propuesto por Guy Stewart Callendar, un ingeniero inglés, hace ochenta años. Hoy, la mayoría de científicos concuerda, porque la evidencia acumulada y los métodos a nuestra disposición indican eso.
Pero digamos, por mero afán dialéctico, que nos equivocamos. Puede pasar. Igual, la catástrofe ambiental global existe. Lo muestran los océanos plastificados, los ríos envenenados, los bosques incendiados, las extinciones de especies silvestres, el aire maloliente que respiras. Igual, los fundamentos de la sociedad global tiemblan. Lo demuestran la xenofobia, la educación para la imbecilidad, la guerra, la prostitución, el hambre, los hípermillonarios, el despojo a los pueblos indígenas, el feminicidio. Igual, es evidente la insensatez ambiental y social del capitalismo, de la sociedad de consumo y del extractivismo. Igual nos quedamos con formas de transporte contaminantes, con gente idiotizada y esclavizada, y removidos de la naturaleza. El problema de fondo sigue siendo el mismo. Las acciones requeridas siguen siendo las mismas; y su urgencia, la misma.
Una caricatura genial lo dice todo: “¿Qué tal si el calentamiento global es un engaño y arreglamos el mundo por las puras?” Quizá ayude empezar a comprender que la ciencia no es un sendero abierto; sino una vela encendida entre la bruma, para iluminar nuestras acciones y sus consecuencias.
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