Va tan profundo que no nos damos cuenta. El amor que aprendimos es una forma de propiedad sobre otro ser humano. Aquel amor romántico, cantado en valses y bachatas; y su ideal carnal, chapurreado en reguetones y salsas pornográficas, son relaciones donde alguien se adueña de alguien, o alguien permite ser convertido en “propiedad privada”. Nuestro léxico erótico está imbuido de la idea: “hacerte mía”, “ser tuya”, la “posesión”, la “entrega”. Hacerte esto y lo otro, incluida tu carne y tu apariencia, tal como uno puede hacerle cosas a su motocar u otro objeto que puedo usar según me plazca. Amor de cambio de placas.
Alguien (tu flaco o flaca) pasa a ser parte de tu patrimonio, se somete a tu ámbito. Pero, contradictoriamente, esa propiedad nuestra suele mostrar iniciativa propia, puede burlar el contrato, incluso rechazarnos. Después de todo lo que creemos que ofrecimos. Sin respetar los costos incurridos. Lógicamente, si concebimos el amor de esa manera, si tu novio es “tuyo”, si tu mujer es “tuya”, los celos representan el legítimo cuidado de la propia inversión, para que otros no disfruten, deslealmente, de ella. Tiene sentido exigir a tu pareja las contraseñas del celular y monitorear sus intercambios con otras personas. Tiene sentido controlar sus movimientos y castigar sus infracciones, reales o imaginadas. Tiene sentido debilitarla, matarla, “para que no sea de otro”. Es una idea morbosa del amor, compartida por hombres y mujeres, aunque ellas son las principales víctimas, de lejos. La verdad simple, que solo somos dueños de nosotros mismos, ha sido sanguinolentamente obliterada.
Las ecofeministas han comprobado que esta idea de la propiedad sobre otros seres animados no se limita al amor heterosexual; sino que constituye una visión de mundo, que se aplica a todo aquello que se considera salvaje o deshonroso y debe ser, en consecuencia, disciplinado: La naturaleza, los pueblos nativos, los homosexuales, los niños, los locos, entre otros. Michel Foucault ha revelado los mecanismos de represión contra quienes transgreden la ortodoxia patriarcal. El problema es que un río no tiene más remedio que ser río, una mujer solo puede ser mujer, un lobo no tiene más remedio que ser lobo y un niño solo puede ser un niño. Se les castiga por el pecado de ser, por odio a su naturaleza. Por eso hablamos de crímenes de odio. Pero la devastación de los bosques, la intoxicación de arroyos y lagunas, el embasuramiento de las playas –los verdaderos actos contra natura, que cometemos todos los días– son también crímenes de odio. O nacen de un amor procaz y retorcido, incapaz de contemplar sin mancillar, de gozar sin invadir, de encontrar complacencia sin herir.
Por eso, la defensa de la naturaleza y la defensa de la mujer van de la mano. Y son pilares de la democracia. Porque mientras la mayor parte de la humanidad y toda cosa silvestre sean objetos cuya existencia solo se justifica si han sido sojuzgados y mancillados, será irrisorio insistir en que somos iguales ante la ley. Amor - ecología - democracia.
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