Una vez, en la universidad, un compañero alegó que los pobres se buscan sus problemas, porque en lugar de consumir buen whisky, gastan más plata ahogándose en cerveza. Roque Benavides, el empresario minero que afirma que los pobres producen la principal contaminación, porque “no tienen la educación, la sofisticación” para evitar “tirar un plástico a la calle”, me recordó esa anécdota. Si la pobreza contamina más, la riqueza debe ser la que contamina menos. Benavides quizá rumiaba un autoelogio. Pero ¿es esta una noción correcta?
Contrariamente a discursos engañosos disfrazados de ciencia estadística, la pobreza no es nunca “absoluta”. Unos náufragos desnudos y famélicos, con todas sus necesidades básicas insatisfechas, no gritarían “¡qué pobres somos!” ni esperarían ganar la lotería para escapar de su miseria. Pues la experiencia y noción de la pobreza nunca surgen en igualdad de condiciones. La pobreza solo existe donde también hay opulencia, y viceversa. Solo enfrentados a desigualdades tiene sentido sentirnos pobres o hablar de pobreza. La pobreza es una condición sistémica, ligada indesligablemente a la opulencia.
En un ingenioso mapamundi, Jordan Engel hizo que el tamaño de los países fuera proporcional a sus emisiones históricas de gases de efecto invernadero. Los países ricos contaminan mucho más que los pobres: Gran Bretaña resulta más grande que Sudamérica.
Los artículos suntuarios generan más impacto ambiental porque producirlos requiere muchos más recursos. En consecuencia, una familia cuyos recursos solo le alcanzan para subsistir tendrá un impacto mucho menor que una familia acaudalada y entregada al lujo. No es lo mismo, ambientalmente, viajar en Metropolitano que en un Alfa Romeo. El impacto socioambiental de un collar de semillas es infinitesimal, comparado con uno de diamantes.
Ahora bien, nunca como hoy estuvo tan concentrada la riqueza. Según Oxfam, los 26 principales multimillonarios poseen tanto como los 3 800 millones de personas con menores ingresos (pobres y clases medias). El mapa de Engel identifica y localiza a los presidentes de las 100 empresas responsables de más del 70 % de las emisiones de gases de efecto invernadero. Cabrían cómodamente en cuatro combis. El instituto británico InfluenceMap afirma que las cinco principales petroleras han invertido mil millones de dólares, desde 2015, para debilitar la acción climática y prolongar la hegemonía de los combustibles fósiles. (¿Alguna propaganda de autos o combustibles dice: “compre menos”?) Un puñado de magnates es más responsable del cambio climático que continentes enteros. La responsable no parece la pobreza, sino la riqueza extrema.
La propia educación parece funcionar a contravía de las opiniones de Benavides. Así, el proyecto minero Conga propuso extraer mineral de dos lagunas altoandinas y utilizar otras dos como botaderos. La destrucción de aquellos cuatro cuerpos de agua dulce, en plena crisis ambiental global, fue calculada y planeada por educados y sofisticados ingenieros. Donald Trump, Bolsonaro y Benavides caminaron las mejores escuelas; pero niegan las causas evidentes del calentamiento global.
Son la opulencia egoísta y la ambición de opulencia, nutridas por grandes brechas en posesiones e influencia; no la pobreza –por muy ignorante que sea– las que están destruyendo el planeta.
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