En la alimentación, la respiración y el sexo nos relacionamos íntimamente con nuestro medio ambiente. Gozosos y entusiastas, introducimos en nuestros cuerpos elementos ajenos y extraños. Intimidad vital, pues nadie sobrevive más de unos pocos minutos sin respirar y contadas semanas sin alimentarse; mientras que del garabato sexual depende la persistencia de la especie.
Comer es nuestra actividad más promiscua. Somos todavía más descuidados e ineptos comiendo que fornicando. Eso malogra nuestra experiencia de la vida. Para consolarnos, nos autoengañamos.
En el Perú nos encanta creer que tenemos un paladar sofisticado; pero la dieta dominante no pasa de diez ingredientes obligados y otros tantos platos. Pollo, cerdo, res; arroz, fideos, papas; aceite, sal, glutamato monosódico y ajo. Y azúcar en cantidades navegables. No ayudan mucho el aire malsano ni el embotado sentido del olfato de los habitantes urbanos (77 % de los peruanos).
Según la revista médica The Lancet, una de cada cinco muertes en el mundo está asociada a malas dietas que precipitan enfermedades cardiovasculares, cáncer y diabetes. En 2017, los adultos de 195 países perdimos, en conjunto, 255 millones de años de vida saludable, atribuibles el exceso de carnes rojas y otros riesgos dietarios. En nuestra región, engullimos demasiadas bebidas azucaradas, grasas trans y sodio (sal, glutamato y productos ultraprocesados); pero no suficientes verduras, nueces, cereales enteros, calcio y grasas saludables.
Peruanas y peruanos no conocemos los granos integrales. Triunfa el arroz raspado de nutrientes hasta quedar completamente blanco. Azúcar blanca y pan blanco; racismo comestible y malsano. Entre taxistas y oficinistas, y en demasiadas loncheras escolares, son infaltables todos los días las galletas y pasteles dulces. Los menús callejeros incluyen refrescos y postres ultradulces. ¡Los restaurantes, pretenciosamente, sirven camote (que es dulce) azucarado! Una galleta ocasional es inofensiva; pero enfrentamos una adicción nacional por el sodio y lo dulce.
Un trozo de panetón navideño quedó a la deriva en mi casa. Pasaron meses y nunca enmoheció. Era un mensaje del mundo microbiano: ese comestible ultraprocesado, saturado de colorantes, preservantes y aromatizantes ¡no era comida!
Nuestra dieta, que malogra cómo vivimos y morimos, tiene un impacto brutal sobre el planeta. Tres cuartas partes de la tierra agrícola del mundo y de la pesca marina peruana se destinan a engordar animales de corral, salmones, tilapias y ganado. Los agroquímicos y los antibióticos veterinarios se infiltran en los ecosistemas, intoxicando todo a su paso.
Pensamos que elegimos lo que tragamos; pero ya no sabemos ni controlamos dónde ni cómo se produce, ni cómo viven las personas que crían y cultivan nuestros alimentos. La propaganda y la mala educación nutricional nos han enajenado en mente y cuerpo: “Mis huesos”, “mi sangre”, “mis hijos” ¿acaso no están hechos de la materia que entró por nuestra boca?
La solución, existe, felizmente. El movimiento agroecológico y de soberanía alimentaria viene al rescate de nuestras vidas y del mundo que habitamos. Pero primero necesitamos desintoxicarnos de tanta propaganda, exigir un honesto etiquetado y aprender hábitos antiguos y sanos. Busquemos diversidad y volumen vegetal. Proteína animal en porciones pequeñas y solo algunos días durante la semana. Muy poca azúcar. Cero edulcorantes. Cero productos ultraprocesados. Y basta de venenos en el campo.
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