Ante el caudal imparable de noticias sobre la declinante salud de nuestro medioambiente y ante el sinfín de actividades humanas que amenazan a los procesos vitales del planeta, la pregunta más frecuente que se nos hace a ecólogos y ambientalistas es ¿hay esperanza?
La pregunta contiene fuertes cargas emotivas. Se expresa, muchas veces, primero, como negación o incluso acusación: “usted pinta un panorama pesimista”. Es muy humano, aunque ilógico, culpar al mensajero. Entonces necesitamos recordar que no ofrecemos opiniones sino hechos comprobables en el propio pellejo de nuestra audiencia. Un reto recurrente en el ambientalismo consiste en comunicar efectivamente las consecuencias nefastas de cosas que estamos haciendo de manera mayoritaria, habitual, normal y bienvenida, como el abuso de antibióticos y artilugios plásticos. Nunca es fácil tragarse esa píldora, sobre todo porque hemos sido programados para creer que el progreso y el éxito se miden por el consumo de tecnología y por el lujo; no por la frugalidad contemplativa y la renuncia alegre que demostraron Buda y San Francisco.
La mera idea de rechazar la acumulación de bienes materiales, minimizar los consumos suntuarios y despreciar los privilegios parece una receta de perdedores para perdedores. ¿Cómo no vamos a gozar y demostrar los frutos de nuestro éxito? ¿Dónde quedarán nuestros sueños de superación, nuestros “indicadores aspiracionales”? ¿Qué pasará con una sociedad que decida retraer su crecimiento? El temor ante un futuro abierto es mayor que la constatación de un presente procaz, que augura un futuro siniestro.
En el ambientalismo, la procesión va por dentro. Estar a la vanguardia y por la Tierra, en la guerra que los poderes contemporáneos han declarado contra la naturaleza, exige un despliegue de energía moral que puede resultar apabullante. El disgusto crónico, la depresión y la desesperanza atacan a investigadoras del clima, a defensores del bosque, a personas que crecieron en paisajes prístinos, hoy asfixiados de basura o ardiendo en llamas. Amigas y amigos conservacionistas han experimentado duelo ecológico (ecological grief); la pena que sentimos cuando perdemos alguna parte del mundo natural. Esta nueva forma de la tristeza no es privativa de los ambientalistas. Fue diagnosticada entre los ciudadanos de Vancouver, luego de los terribles incendios forestales de 2018, y entre los groenlandeses, que ven derretirse su isla. Los bomberos forestales son vulnerables al estrés postraumático y a depresiones suicidas. A mí, ver la devastación minera de la selva me produce malestar físico. Puesto que nuestra labor se fundamenta en el amor por la tierra ¿cómo podría ser de otra manera?
“Volverse pesimista” o “amargarse” todavía es mal visto entre ambientalistas. En lugar de acoger a los hermanos heridos en batalla, nos nace marginarles. Incluso hay iniciativas proptimismo (autoayuda para conservacionistas). Pero sufrir por amor a la tierra es legítimo. Y ante tanta evidencia contundente, el optimismo ecológico es una imbecilidad autoinfligida.
Yo opto por la esperanza de quienes bregan activamente por una sociedad global mejor, para todas las criaturas del planeta. Sin lucha no hay esperanza; es mi respuesta. Pero qué ganas de orar por un milagro. Qué buen momento para creer en un ser omnipotente, que proteja a la vida en la Tierra de la arrogancia y la codicia.
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