Todo empezó el 2 de agosto de 1939 con la carta que Albert Einstein dirigió al presidente Franklin Roosevelt. En ella mencionaba que, teóricamente, ya era posible fabricar una bomba atómica, que sería el arma más destructiva jamás conocida, y que los alemanes estaban detrás de ello. Como respuesta, el presidente organizó el Comité del Uranio, formado por científicos y militares. Para ese momento, Enrico Fermi y Leo Szilard, físicos brillantes, italiano y húngaro, habían desarrollado pruebas de reacción en cadena, primero en la Universidad de Columbia y luego en Universidad de Chicago. Al mismo tiempo científicos de otras universidades (principalmente en Berkeley, UCLA y Princeton) y centros de investigación, también trabajaban temas vinculados a la energía nuclear.
Algunos meses después del ataque japonés a Pearl Harbor, en setiembre de 1942, el gobierno norteamericano creó el proyecto Manhattan, con el objetivo de construir la primera bomba atómica del mundo. Puso al mando al general Leslie Groves, del cuerpo de ingenieros del ejército, con el encargo de tenerla lista lo antes posible. Groves, ubicó y convenció al físico Robert Oppenheimer, de la Universidad de Illinois, para que asumiera la dirección científica del proyecto. Este pudo captar y comprometer a una gran cantidad de científicos e ingenieros para cumplir con su cometido.
Tenían que trabajar con la máxima seguridad, así que construyeron un complejo científico-militar de Los Álamos en Nuevo México; obra que se concluyó en mayo de 1943. En total participaron en el proyecto Manhattan, más de 500 científicos, más de 2 000 ingenieros, y unas 500 000 personas entre obreros, técnicos, personal de servicio en comunicaciones, alimentación y seguridad. Nunca en la historia de la humanidad, se había pasado de una compleja teoría, la de la relatividad, y de una simple fórmula (E=mc2), es decir, de teoría pura, cuestionada por muchos, a una realidad concreta (la bomba atómica) en el plazo de algunos meses. En total se invirtieron 2 mil millones de dólares de esa época (unos 20 mil millones de dólares ahora).
El 6 y el 9 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki que produjeron cientos de miles de muertos y heridos. Japón no tuvo más remedio que rendirse, dando fin a la Segunda Guerra Mundial.
Este evento puso de inmediato a Estados Unidos como la primera potencia científica y tecnológica, y al mismo tiempo militar, del mundo. Quedó sellada, para siempre, la relación entre el poder científico-tecnológico y el poder militar. Desde ese momento, Estados Unidos, y todos los países desarrollados, y hoy día los países emergentes, no dejan de invertir masivamente en ciencia y tecnología. Destinan, en promedio, el 3 % de su PBI. Invertir en investigación y desarrollo (I+D) es apostar el desarrollo de tecnologías para obtener nuevos productos, materiales o procesos, que no solo beneficien a las empresas o grandes corporaciones, sino, sobre todo, mejoren la calidad de vida. El Perú no ha aprendido esta lección, y solo invierte la ridícula cantidad del 0.1 % del PBI, una de las más bajas del mundo. Muy por debajo de Brasil, México, Argentina, Chile y Colombia, para hablar solo de los países de la región.
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