Hagamos una flexión lingüística del concepto de “Tribunal Constitucional”. Analicemos las palabras que lo componen: En arquitectura, “Tribuna” se refiere a un pasillo elevado en los templos, destinado a los fieles, en donde, desde cierta altura se puede ser testigo del rito. En un sentido material y concreto, hoy nos referimos a la tribuna como, por ejemplo, al albergue de espectadores de un estadio o los contenedores de público que atiende a un evento, pero también usamos la palabra como queriendo decir que atendemos a cierto caso o situación, al referir que “damos tribuna”. En todos los casos, tenemos presente el interés social y comunitario de los asuntos que pueden ser de importancia compartida.
Así llegamos al concepto de un tribunal como aquel espacio utilizado por los jueces para administrar el quehacer de la justicia, juzgando los casos y estableciendo sentencias. En la línea de lo anterior, el tribunal representa el papel de la justicia pública en donde median los funcionarios y oficiales del estado con la “tribuna”, es decir con todo un pueblo que atiende y comparte una misma camiseta: el de una institucionalidad en miras de la justicia como fundamento político-social.
Así, un tribunal representa los intereses comunes, en donde su jurisdicción se alarga en las dimensiones de los alcances de una identidad. En cuanto órgano público, representa no un ideal de la razón, ni un dogmatismo fundamentalista, sino que refleja la moralidad idiosincrática de un pueblo. Dejando de lado las nefastas manifestaciones de injusticia en nuestro entorno, tengamos en cuenta que, idealmente, para bien o mal, un tribunal es últimamente de todos y para todos, puesto que supone la agencia de la justicia en cuanto fundamento de las sociedades que se pretenden democráticas.
Considerado eso, podemos decir que un Tribunal Constitucional se encarga de defender el primordial papel que cumple en nuestro orden la Constitución, así como interpretarle y regular que las leyes se ajusten adecuadamente a los ideales político-sociales que estimamos como mejores para desarrollar y sobrellevar administrativamente nuestro país en el sentido funcional y orgánico del Estado.
El orden constitucional se puede fácilmente defender como algo que todos queremos y representa uno de esos pocos elementos en los que podemos estar de acuerdo dentro de nuestra pluriculturalidad. Un Tribunal Constitucional, es entonces, fundamental para amparar los intereses más profundos de un pueblo en las aspiraciones de administración pública, específicamente de la justicia. No podemos dejar de subrayar su importancia.
Cómo, entonces, se puede permitir que un Congreso deslegitimado y que a todas luces no representa al pueblo, pueda tener voz en la elección de miembros de una entidad tan importante y delicada en nuestro Estado. No podemos permitir que su elección sea apresurada y responda a una mayoría parlamentaria. Esto no solo supone aniquilar la división de poderes, sino que además violenta el interés del pueblo en sus más íntimas aspiraciones de una paz y orden social que se fundamenten en la justicia.
Si un Congreso tiene libertad plena para legislar, sin que un órgano del Estado le regule adecuadamente, luego nos vemos en una situación análoga a la dictadura de un grupo de tiranos. La función del Tribunal Constitucional debe ser independiente y absolutamente ajena de los intereses de agendas políticas particulares. No nos faltan, sino que sobran motivos para adquirir preocupación por los eventos que se avecinan.
Comparte esta noticia