A comienzos del siglo XX, Abraham Valdelomar llamó a Lima «La ciudad de las confiterías». Hoy la capital peruana puede sumar el título de «La ciudad de los incendios».
Hace poco me encontraba caminando por la Plaza San Martín y tuve el tiempo para poder apreciar (si así puedo decirlo) el desastre ocasionado por el incendio que acabó con el edificio Giacoletti. Allí se podían ver claramente las paredes chamuscadas y las antiguas decoraciones de las ventanas ahora cubiertas de ceniza. Hace dos meses, la grasa de la chimenea de la pollería Rockys, que se encontraba en el primer piso, había prendido fuego y este se extendió por toda la delicada arquitectura de estilo francés.
Mientras observaba el triste final de lo que alguna vez fue la antigua confitería Giacoletti (de donde el edificio tomó el nombre) me percaté que cerca de allí surgía un columna de humo negro que, en la soleada tarde, volvía a echar un manto oscuro sobre los limeños. El incendio de la calle Cailloma, ocurrido este último 15 de diciembre, acababa de comenzar.
Hoy es necesario volver a recordar la figura de Bruno Roselli, profesor de historia del arte de San Marcos que durante las décadas de 1950 y 1960 luchó intensamente para preservar el patrimonio arquitectónico del centro de la ciudad. Mientras los limeños abandonaban los balcones en terrenos baldíos o los vendían al costo de la madera, Roselli los rescataba y los guardaba para tratar de buscar un lugar para ellos. La desesperación que sentía por la destrucción paulatina de estos balcones llegó a tal punto que un vez decidió él mismo echar uno a las llamas del fuego. Con ello, pensó, por fin despertaría el interés de las autoridades y la comunidad para que tome conciencia de su valor. Sin embargo, no parece haber sido así.
Este acto de quemar un balcón de forma voluntaria tiene todavía un gran significado para nosotros porque con ello se demostró lo importante que es preservar la memoria histórica. Todo edificio, por más preparado que se encuentre, corre el riesgo de quemarse. No sucede lo mismo, sin embargo, con la memoria. Si no hay memoria, no habrá vínculo con nuestro entorno y es por eso que nunca nos importarán mucho aquellos lugares que solo apreciamos por lo que nos conviene. ¿Hay, realmente, una preocupación de las autoridades, los empresarios y los limeños en general por conocer el lugar que alguna vez conocieron sus antepasados? No, no la hay. ¿Cuántos limeños sabían realmente cómo se llamaba el edificio Giacoletti antes de que se incendiara? No, no lo sabíamos. Pero si lo hubiéramos sabido es casi seguro que habríamos tenido mucho más cuidado, mucho más cariño, mucha más preocupación por preservar algo que sentimos que nos pertenece.
Si realmente tuviéramos un vínculo más fuerte con la ciudad en la que vivimos, muchas otras casas y edificios (históricos o contemporáneos, costosos o humildes) se hubieran salvado. Sin embargo, no vamos más allá de lo superficial y de lo que nos interesa. Incendiar Lima a propósito no tendría mucha diferencia. Pero de esa manera también estaríamos incendiando nuestra casa y, también, nuestra memoria.
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