El desencadenamiento de la pandemia de la COVID-19 nos ha enrostrado crudamente las precariedades de nuestro Estado y de nuestra sociedad. Peor aún, el advenimiento de la llamada segunda ola viral nos confronta con nuestra incapacidad para superar los errores y carencias en la gobernanza de la salud pública, que cobraron la vida de decenas de miles de compatriotas en el último año. Ahora, cuando convergen en el tiempo la progresiva disponibilidad de vacunas y la celebración del Bicentenario de nuestra Independencia, tenemos la responsabilidad histórica de corregir nuestros yerros y de proyectarnos hacia el futuro como un proyecto patrio justo, solidario, inclusivo y eficaz.
Previsiblemente, durante muchos meses el Perú no contará con suficientes dosis de vacunas contra la COVID-19, y eso hace indispensable establecer criterios de priorización para su aplicación que puedan legitimarse mediante el escrutinio ético, y que resulten eficaces frente al objetivo de la defensa de la vida y la protección de la salud de las personas. Vista desde las perspectivas convergentes de la ética y de las políticas públicas, la cuestión reviste complejidad, tiene variados ángulos y en muchos aspectos no admite respuestas unívocas. Aún más, honrando los valores democráticos que reclamamos abrigar, la definición de prioridades para la vacunación contra el Covid-19 debe ser parte de una conversación ciudadana en la que deben forjarse consensos, sin trasgredir las infranqueables fronteras de lo ético, y de ningún modo puede ser decidido por un grupo de burócratas a puerta cerrada.
Cada uno de nosotros tiene demasiado invertido en la pandemia de la COVID-19, y por tanto merecemos que se nos reconozca sitio en la mesa de decisiones sobre quiénes deben tener prioridad para recibir las vacunas. Dos parámetros para informar esta conversación ciudadana deben ser, de un lado, el basarse estrictamente en la información científica y estadística; y, del otro, el tomar como referencia el emergente consenso internacional basado en las decisiones que al respecto vienen adoptando los demás países. Adicionalmente, al lado del objetivo fundamental de la vacunación que es la defensa de la vida y la protección de la salud, existen diversos otros valores que tienen que reflejarse en el proceso de su aplicación: equidad, no-discriminación, transparencia, probidad, etc.
De cara a esa necesaria convergencia entre la ética y las políticas públicas, la Organización Mundial de la Salud ha identificado cuatro principios generales que deben preceder las decisiones sobre prioridades de vacunación. (a) Igualdad y no-discriminación, lo que implica reconocer que la vida y la salud de todas las personas tienen igual valor, y que por tanto sólo cabe reconocer prioridad en favor de personas cuyas condiciones objetivas lo justifiquen razonablemente. Una consecuencia extrema de este principio es la posibilidad que las vacunas sean asignadas mediante el método de sorteo. (b) Máxima utilidad, que implica procurar alcanzar el máximo beneficio y el mínimo perjuicio sociales. (c) Máxima vulnerabilidad, es decir priorizando a los segmentos poblacionales expuesto a los mayores riesgos. (d) Preferencia funcional, es decir privilegiando a quienes desempeñan funciones de altísimo valor social, o que las exponen significativamente al riesgo de contagio del virus SARS-CoV-2.
En atención a este último principio, resulta obvio que el personal médico y paramédico, y todo el personal de centros de salud, debe tener la más alta prioridad, tanto por su mayor nivel de vulnerabilidad por estar directamente expuestos a contagios virales, como también porque su labor profesional permite prevenir y curar la propagación pandémica entre el resto de la población.
La priorización plantea un aparente dilema ético implicado en el contraste entre los principios de máxima utilidad y de máxima vulnerabilidad en lo tocante a los adultos mayores: ¿debemos conformarnos con la enunciación genérica del objetivo de defensa de la vida y darles a ellos preferencia en el acceso a la vacuna, por ser especialmente vulnerables, o debiéramos en cambio procurar con nuestras escasas vacunas proteger el mayor número posible de años de vida? En este segundo supuesto, de raigambre utilitarista, no correspondería priorizar la vacunación de los adultos mayores, pues ellos tienen probabilísticamente menor número de años de vida restantes, y en cambio debiera priorizarse a segmentos poblacionales más jóvenes, precisamente por la razón opuesta. Pero el consenso internacional viene respondiendo a ese aparente dilema ético concediendo muy alta prioridad a los adultos mayores en la secuencia de los procesos nacionales de vacunación, pues la concepción utilitarista no puede soslayar el deber de solidaridad que nos compele a proteger a las personas expuestas a mayores niveles de vulnerabilidad.
Los principios éticos de igualdad y no-discriminación, y de máxima vulnerabilidad, hacen imperativo garantizar que la vacuna llegue prontamente a las comunidades nativas de la Amazonía, para lo cual hay que dar cara a complejos desafíos logísticos que pueden ser superados a través de alianzas entre el Estado y organizaciones humanitarias que allí operan.
En aplicación del principio de máxima vulnerabilidad cabe también preguntarse si la población carcelaria debiera merecer una alta prioridad en el proceso de asignación de las vacunas, considerando que sus condiciones de hacinamiento las exponen a una alta vulnerabilidad de contagio. Esto, que pareciera racional, sin embargo colisionaría con el sentimiento ciudadano que lo percibiría como un privilegio indebidamente concedido a los trasgresores de la ley.
El consenso internacional también tiende a priorizar a determinados segmentos de funcionarios estatales que desempeñan labores de alto interés público. Dada la previsible escasez de vacunas, ¿debe otorgarse mayor prioridad a los policías respecto de los maestros, o a la inversa? Priorizar la vacunación de los maestros permitiría reabrir prontamente las aulas escolares para realizar clases presencialmente. Este ya no es un dilema ético, sino de política pública, en tanto no existan evidencias estadísticas que indiquen la mayor vulnerabilidad de unos frente a los otros.
La reciente expedición por el Gobierno del Decreto Supremo Nº 002-2021-SA, que autoriza la comercialización, dispensación, expendio o uso por entidades privadas de vacunas contra la COVID-19, abrió el debate sobre la legitimidad de permitir el establecimiento de un régimen privado de vacunación contra la COVID-19, al cual tendrían acceso solamente las personas que puedan sufragar el costo. Sea que la norma en cuestión contiene una redacción genérica que abre tal posibilidad, o que su interpretación por algunos resulta errónea, subsiste al menos teóricamente la cuestión de dilucidar si resultaría éticamente aceptable permitir un régimen privado de vacunación contra el Covid-19 paralelamente al que administren las entidades de salud pública. Tal posibilidad implicaría que en los hechos se trasgreda el principio de igualdad y no-discriminación en el acceso a tan vital medicamento en perjuicio de los segmentos poblacionales de menores recursos. Pero este cuestionamiento ético podría atenuarse si se estableciera que, por ejemplo, toda persona que adquiera su vacuna contra el Covid-19 de una entidad privada, asuma la obligación de sufragar idéntico medio de vacunación en favor de dos personas de bajos recursos que sean indicadas por el Ministerio de Salud.
Distinta es la cuestión sobre el rol que debieran poder cumplir ciertas empresas privadas, como las mineras o las agroexportadoras, en alianza con el Estado, para asumir ellas una función protagónica en la ejecución de los procesos de vacunación dentro de sus zonas de influencia y para su personal. Desde las perspectivas de la ética y de las políticas públicas, esta es una opción que merecería consideración.
De modo más general requiere dilucidarse si la vacunación debiera ser obligatoria o meramente voluntaria. A la base de este dilema está el valor supremo de la libertad personal, pero también lo está la consideración del bien común. Un individuo que ejerce su libertad decidiendo no vacunarse, no comporta riesgos únicamente hacia su persona, sino que acrecienta las probabilidades de contagio para todo el resto de la sociedad. En un mundo ideal, la decisión de vacunarse debiera ser meramente voluntaria, confiando que los individuos ejercerán su libertad en equilibrio con su sentido de responsabilidad hacia el prójimo. Pero los seres humanos nos caracterizamos por exhibir flaquezas morales, ante lo cual en circunstancias muy excepcionales se justifica que una autoridad legítima nos imponga deberes limitantes de nuestra libertad personal.
En el plano de las políticas públicas, ¿qué autoridad gubernamental debe dictar el marco normativo sobre priorización en el acceso a las vacunas contra el Covid-19? Cabe insistir que la dación de tal norma debiera ir precedida por una conversación ciudadana en la que deben forjarse consensos. Pero, ¿tal norma debe emanar del Congreso, o debiera estar a cargo del Ejecutivo? Existen argumentos constitucionales y legales para una u otra opción, pero dada la poca legitimidad de la que goza el actual Congreso, convendría que el poder de decisión quede en manos del Ejecutivo.
Igualmente, ¿en qué autoridad gubernamental debiera recaer la responsabilidad de ejecutar los procesos de vacunación, tomando en consideración que la responsabilidad por la gestión de los servicios de salud pública desde hace años está descentralizada, a cargo de los gobiernos regionales? A la luz de la generalizada precariedad institucional de los gobiernos regionales y de la masiva corrupción que caracteriza a muchos de ellos, el sentido común aconseja que la responsabilidad de ejecutar la vacunación contra el Covid-19 debiera ser centralizada en el Ministerio de Salud, sin perjuicio de concertar el apoyo de las direcciones regionales de salud cuando corresponda. Esta es una decisión pendiente, sobre la cual las autoridades del Gobierno Central no se han pronunciado aún. Las Fuerzas Armadas pueden contribuir significativamente al despliegue del proceso de vacunación nacional, dada su probada habilidad de gestión logística.
Ya a nivel operativo hay diversas acciones que debieran estarse avanzando en preparación del proceso de vacunación. Dado que será indispensable establecer alguna modalidad de priorización para la asignación de las vacunas y que se requiere la mayor eficacia y transparencia en la administración del proceso, ya debiera haberse establecido un sistema de empadronamiento por internet y celular de las personas, para determinar el nivel de priorización que a cada cual corresponde, contar con su información básica de contacto, e ir planificando qué centros de vacunación deberán establecerse.
Asimismo, conviene explorar la pertinencia de adaptar la metodología de ejecución de los censos nacionales para desarrollar el proceso de vacunación. Es decir, en lugar que las personas tengan que concurrir a un centro de vacunación, podrían desplegarse brigadas de vacunación con competencia territorial, priorizando las localidades de mayor incidencia pandémica. Esto generaría complicaciones logísticas adicionales, que quedarían justificadas por la eficacia del procedimiento.
Ninguna celebración del Bicentenario de la Independencia podrá ser más significativa que la ejecución de un programa nacional de vacunación contra el Covid-19 eficaz, eficiente, pronto, equitativo, solidario y totalmente transparente, en el que se rinda cuenta sobre cada uno de los recursos invertidos en tal proceso, incluyendo la publicación precisa sobre el uso de cada frasco de vacuna según los criterios de priorización que se hayan definido sobre la base del consenso ciudadano. Como nunca antes en esta extraña hora de grandes desafíos, pero también de promesas y de celebraciones patrias, las capacidades de nuestro Estado y de nuestra sociedad volverán a ser puestas a prueba, y deberemos demostrar, ahora sí, que ingresamos al siguiente centenario sabiéndonos gobernar.
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