La diferencia pareciera ya establecida en una sociedad que hace poco por cambiar las situaciones de racismo entre personas de una misma nación. Y estas diferencias no han hecho sino acrecentarse, alcanzando el rojo vivo durante los tiempos de crisis de la COVID-19 que han mostrado realidades del Perú que no podemos ocultar. Este problema está en nuestro núcleo, es, muchas veces, escondido y maleable, logrando escabullirse en nuestra vida diaria, al punto de convertirse en un lugar común, desde manifestaciones pequeñas hasta que situaciones escandalosas nos abofetean hasta hacernos recapacitar sobre el evidente problema racial de nuestro país.
En ocasiones nos atacamos los unos a los otros, echándonos la culpa de los problemas que afrontamos cada uno, cuando deberíamos apoyarnos, viéndonos como humanos que compartimos una bandera, que está por encima de nuestras diferencias. “Ciudadano”, “poblador”, “habitante”, llámame como prefieras, pero antes reconóceme como persona, como trabajador que busca construir un país mejor, donde las diferencias raciales sean solo un concepto que no defina quiénes somos, qué hacemos o cómo vivimos. El problema de razas es uno que debemos atacar con énfasis, pues no hacen sino desunirnos y hacernos más débiles para enfrentar situaciones como las que hemos tenido que atravesar durante la pandemia.
Los peruanos tenemos muchas razones por las que sentirnos orgullosos de lo que hemos logrado, pero debemos aprender a abrazar las diferencias de nuestra herencia social que nos hace un país tan rico y diverso, empezando por luchar para cerrar la brecha educacional y de acceso a recursos básicos para un desarrollo integral y con oportunidades. Es un desafío largo, extenuante y difícil, pero que hemos estado pateando por suficiente tiempo y que debemos afrontar para avanzar como nación. Quizás tenemos problemas más grandes, pero un país que no reconoce como iguales a su propia gente está condenado a la segregación.
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