Desde hace ya algún tiempo, la Iglesia católica sufre una de sus crisis más profundas. Lo más penoso es que son, sobre todo, clérigos a su servicio quienes la han puesto contra la pared. Los abusos sexuales se han producido en el seno de la Iglesia y en el ejercicio de una actividad pastoral cuyo fin era llevar la buena nueva.
En nuestro medio, algunas columnas periodísticas insistían de modo reiterativo en el mutismo y en la pasividad de la Iglesia con respecto a este flagelo. Hoy podemos agradecer que las denuncias hayan salido a la luz para reconocer a las víctimas y para que la Iglesia haga su propio ejercicio de conversión.
Uno de los errores que cometió la Iglesia fue moralizar esta realidad; es decir tratarla como si fuese solo un pecado. Así las cosas, el pecado confeso se absolvió con la esperanza de reintegrar al pecador en la comunidad. Craso error porque la contrición no podía acompañar al que padecía de un trastorno cognitivo y psicológico. Aunque hay un fondo moral innegable, ya que hay daño objetivo a la víctima, este mal no se sanaba con una confesión. La misericordia mal entendida podría haber hecho pensar que mutar a un abusador o morigerarlo habría sido suficiente, pero de esta manera las autoridades solo se convirtieron, en algunos casos involuntariamente, en encubridores y, por lo tanto, en cómplices. Además de lo dicho, cabe señalar que los especialistas expresan que es frecuente que el abusador racionalice su conducta y que, en consecuencia, no entienda el mal hecho o que se justifique. Sus mecanismos de autojustificación serán cada vez más sofisticados para vencer interdictos internos y los externos.
Sin embargo, mi interpretación con respecto de la Iglesia es optimista. Ella erró, por ejemplo, al fiarse y al no desplegar los instrumentos de formación, seguimiento y acompañamiento de los suyos. Hoy, paga las secuelas, pero lo hace con la altura que el papa Francisco ha sido capaz de darle. Francisco quiere que conozcamos a las víctimas y que sintamos con ellas su sufrimiento; que lloremos con ellas porque hay daños irreparables y que se haga un esfuerzo sistemático y concreto de rehabilitación. Tenemos que escucharlas y, en la pastoral restaurativa, eso es lo primero: muchas perdieron el sentido, perdieron la fe, perdieron la confianza en las personas cercanas… Si escucharlas no nos convierte, más valdría que nos aten una piedra de molino… (Lc. 17,2)
Nuestro credo niceno-constantinopolitano (¡Credo largo!) repite: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. Es obvio que no es el caso. Yves Congar, teólogo dominico francés, decía que el credo expresa un dinamismo y que el modo de entender esta frase era afirmando que estamos en camino hacia la unidad, la santidad y la catolicidad. El camino ha sido minado por quienes deberían haberlo allanado. Necesitamos ya no solo sacerdotes, sino laicos, laicas y otros hombres y mujeres de buena voluntad para que hagan que el camino nos lleve a la reconciliación. Hace falta profetas identificados con los valores que celebran la vida y que, justo por eso, se conmuevan al ver al ser humano atrapado en lo más abyecto, terreno y mundano.
Decía Arendt: “el ansia de mundanidad transforma al hombre en ser mundano, en la concupiscencia abraza el hombre lo que le hace perecedero, y en la caridad cuyo objeto es eternidad el hombre se transforma en un ser eterno” (El Concepto de Amor en San Agustín, 2001, p.36). ¡Necesitamos profetas que ayuden a crear entornos saludables para que la Iglesia y el ser humano eleven la mirada y el objeto de su amor nos transforme!
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