El 17 de febrero y a los 80 años de edad, falleció el reconocido ingeniero y político Juan Incháustegui. Lo recordamos en muchas facetas profesionales en las que tuvo siempre una destacada labor: ingeniero, militante de Acción Popular, ministro, senador, y por supuesto, educador entregado con toda generosidad. Haberlo tenido como ministro en dos oportunidades y como senador de la República ha sido un honor para todos nosotros.
No deberíamos dejar pasar esta oportunidad para recordar el perfil del político que necesitamos en un país que aprende a porrazos que no pocos peruanos en el presente hacen de las suyas para viabilizar una política como puro ejercicio de negociación sin ningún correlato con los intereses del país ni con la vida íntegra tal como sí era el caso del ilustre Ingeniero Incháustegui a quien tuve el agrado de conocer en la Asociación Promotora de la Institución de Fe y Alegría de la que era miembro. Su lucidez estaba entroncada en una honesta preocupación por el bien común. Todos los que lo han conocido de cerca (como sus amigos, sus amigas y sus familiares) y de lejos pueden sentirse felices de saber que estuvieron en contacto con un notable; o, como lo señaló, uno de sus hijos en la eucaristía de exequias, con un ángel ahora en el cielo.
El ingeniero Incháustegui fue un educador a carta cabal. Toda su vida la dedicó con empeño a educar, quiero decir a formar en el sentido más profundo de la palabra. No en vano en el 2012 el Ministerio de Educación le otorgó el máximo reconocimiento de las palmas magisteriales en el grado de Amauta. Pero lo que se espera de una persona que se dedica a formar es que su vida y que su testimonio expresen lo que dice. ¿De qué serviría tener un brillante discurso ético si todo queda puesto en suspenso, o peor aún, desmontado por la práctica? Me vino por eso esta imagen que Ricard Mattieu usa para referirse a los monjes budistas cuando tuvo contacto con ellos por primera vez:
“Tuve la impresión de ver a unos seres que eran la imagen misma de aquello que enseñaban (…); su aspecto era extraordinario. No lograba entender exactamente porqué, pero lo que más me llamaba la atención era que se correspondían con el ideal del santo, del ser perfecto, del sabio, una categoría de seres que, en apariencia, ya no es posible encontrar en Occidente” (Revel & Ricard, 1998, pág.19).
Es que en el fondo nos hemos acostumbrado a la medianía de la vida y a no ser personas que se empeñan por ser consecuentes o íntegras. El ingeniero Incháustegui “era la imagen misma de aquello que” enseñaba y predicaba. Esto solo es posible cuando se busca con sinceridad hacer el bien y cuando se descubre que más allá de las pobrezas con las que todos cargamos siempre es posible volverse hacia el bien. El bien nos espera incluso si le hemos dado la espalda; incluso si nos parece demasiado excelso y lejano para nosotros.
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