Debemos a Alberto Fujimori la publicación del decreto legislativo 882 (08/11/1996) por el que se permitió que la educación se conciliara con el proyecto lucrativo. Desde entonces, en el ámbito universitario que me interesa, hemos sido testigos del descomunal crecimiento de instituciones superiores que se lanzaban a la palestra para repartirse, sin descaro y con desvergonzada avidez, una porción del mercado. En más de una oportunidad, esta realidad se ha tornado en una jungla ya que incluso las instituciones públicas llamadas a establecer reglas de juego han sido asediadas por las presiones del mercado, por los consumidores o por los grupos de poder. Esa ha sido, por ejemplo, la situación de la Sunedu.
Dicho sea de paso, desde el momento en que el estudiante se dejó transformar en cliente y, peor aún, desde que él mismo reclamó ser tenido por tal, se difuminó el sentido de una casa de estudios habitada o en busca del saber. Cabe recordar que ese uso del conocimiento con pago de por medio era lo que criticaban Sócrates, Platón o Aristóteles en la persona del sofista; aquel mercenario del conocimiento que se hacía pagar para defender una verdad de turno. Su quehacer estaba totalmente reñido con los valores porque la sabiduría, aunque nos diga lo contrario el DL 882, no tiene precio.
Para ayudar a considerar el camino abierto por el mercado en la universidad peruana, he tratado de responderme una pregunta más bien banal: ¿cómo se explica que universidades con más de 100 años de historia tengan la mitad o la tercera parte de estudiantes que otras con apenas 15 o 25 años de historia? Esta pregunta, lleva implícita otras como: ¿cómo se puede crecer de ese modo, a esa velocidad, sin poner en riesgo la calidad? ¿Por qué los estudiantes y sus padres y madres prefieren universidades en las que el estudiante se perderá en una masa anónima? La respuesta es el libre mercado al que nos rendimos sin ningún pensamiento crítico.
Ahora bien, si las universidades fueron bendecidas con el crecimiento y con los beneficios económicos que proyectaban se ha debido, entre otras razones, a un mercado en el que el consumidor ha tendido a funcionar como masa, es decir, la persona puede y de hecho decide sentir, pensar y actuar como un solo bloque. Así pues, no hay nada más falso que el argumento del mercado por el que serás una persona “original” o “irrepetible”; lo que busca el mercado es todo lo contrario: constituir una masa en la que nadie sea diferente.
Así pues, el primer recurso del que se sirve el mercado para asegurar sus ventas consiste en persuadir al cliente (consumidor) de la necesidad de tener un pensamiento único: “esta es la marca de éxito y tienes que consumirla”. De allí pues que las propuestas mercantiles más agresivas aspiren a consolidar monopolios, es decir, su lógica es conquistar. Como bien sabemos, esto puede ocurrir en todos los ámbitos: cerveceras, farmacias, medios de comunicación, o incluso, universidades. La competencia se elimina logrando que todos “consuman” el mismo producto.
Estamos en un proceso de transformación por el que corremos el riesgo de ser formateados para devenir en copia unos de otros y deberíamos pensar y tener confianza en que es precisamente la Universidad (así con mayúscula) la que podría orientar nuestra búsqueda de una verdadera autonomía, creatividad y originalidad. Solo así podremos salir de la mediocridad de querer la marca que consumen todos mis amigos y amigas y hacer de la Universidad una verdadera casa para construir el saber sin complejos y sin huachaferías.
Comparte esta noticia