“Me informan que un joven trans ha sido agredido por cuatro personas en el baño de la universidad …”, señaló un joven defensor de los derechos de las personas LGTB en el país. El impacto fue automático: las redes sociales de aquella universidad se llenaron de comentarios indignados en defensa de la joven agredida. Condenaban, por supuesto, todo acto de discriminación. Felizmente, todos al unísono se solidarizaron con la persona agredida, así también lo hizo la institución en la que habrían sucedido los hechos. En tanto, dos diarios de circulación nacional emitieron breves notas dando parte del incidente, aunque sin entrar en detalles.
Pasado el primer sentimiento de indignación, el joven que lanzó la noticia no dijo de dónde la extrajo; invitado por la universidad en cuestión para testificar, tampoco respondió. Nunca hubo una denuncia de nadie en las instancias formales, a pesar de que se abrieron todos los canales para hacerlo; pero, además, nadie vio nada; ni siquiera se veía algo que no fuese lo usual en las cámaras de video vigilancia de la zona de los baños. La noticia se fue diluyendo, aunque al parecer a ninguno de los que había alzado su voz de condena le importó que fuera verdadera o no la noticia. Es la angustia ante la posibilidad de la posibilidad, pero ella revela hasta cierto punto que, en estos casos, que cada vez son más frecuentes, lo que menos importa es que lo que se diga sea verdad. Todo se convierte en una oportunidad para salir al frente y exponerse como si la única verdad fuera la del sujeto que se mira a sí mismo a través de las redes.
Las redes tienden a convertirse en una prolongación narcisista de los sujetos; así, las redes se han hecho invencibles, pero también insustituibles ya que quien no se conoce ni se quiere necesita mirarse en el espejo todo el tiempo. Es el síndrome de la bruja de blancanieves: “espejito, espejito, ¿dime quién es la más bonita?”
Esta es, pues, la paradoja de las redes. Vivimos en un tiempo en el que estamos hiperconectados, sin embargo, nunca hemos estado tan aislados unos de otros ni tan ocupados de nuestros propios negocios. La hiperconexión que pasa por la mediación de las herramientas no nos está haciendo más sencillo encontrarnos cara a cara como el espacio por excelencia para humanizarnos. La penosa desconexión con respecto de nosotros mismos nos hace estar cada vez más centrados en nuestro propio ombligo y las redes pueden ser un instrumento de excepción para decirnos que estamos vivos. Pero la paradoja también se deja ver cuando observamos que sin las redes no hubiéramos vistos los movimientos sociales de los chalecos amarillos o las manifestaciones masivas en Chile y en otros países de nuestro continente.
No cabe duda acerca de que las redes como Facebook, Instagram o Twitter son el presente y el futuro. La vida ciudadana pasará cada vez más por ellas, pero no hay que olvidar que tienen también una fuerza de exposición sumamente seductora y muchos seguirán cediendo ante esta tentación convirtiendo el espectáculo en un estilo de vida porque sin él no son nada.
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