Todo lo referido al ámbito público, desde hace más de un siglo medio, evidencia una creciente complejidad que no existió en otras épocas. Primero, porque el estado, como gigantesca maquinaria administrativa, posee una infinidad de instituciones, departamentos, áreas, oficinas, etc. que hacen imposible que el ciudadano “de a pie” pueda entenderlo en sus niveles mínimos de funcionamiento. Segundo, porque la política ha ido experimentando una sucesión de fines en virtud de la sociedad en la cual se desenvuelve. En países desarrollados, la política suele ser una “tecné” que maneja la maquinaria estatal con relativa o máxima eficiencia, ocasionando que muchos ciudadanos se desentiendan de los asuntos públicos, considerándolos una cuestión de “especialistas”. Y en países subdesarrollados, la política se suele convertir en un vehículo para el ascenso social o la consolidación social. En estos casos, muchos de los ejercen funciones públicas de jerarquía, utilizan una parte de sus prerrogativas para beneficiarse personalmente del poder, descuidando escandalosamente a sus comunidades. De ahí que muchas personas, al enterarse que algunos usufructúan del poder público, se distancien de la política considerándola una actividad corruptora.
A esto habría que añadir a la “política pensada”, que suele estar vinculada- según las sociedades, a elaboraciones ideológicas o filosóficas. Así, denominaciones como “derecha”, “izquierda, “liberal”, “socialista”, “conservador”, “fascista”, “comunista” y “populista”, implica tener un conocimiento histórico, teórico y filosófico que una inmensa mayoría de personas no tiene. Aun cuando estas categorías sean interesantes para el estudioso o para el político con vocación, el ámbito de las ideas políticas es más difuso tomando en cuenta varios aspectos socioculturales de nuestra época,
La laberíntica maquinización administrativa del estado moderno, la tecnificación de la función pública, la decepción moral ante la corrupción y la teorización doctrinal esotérica hace que la política se presente como un espacio distante e inentendible para muchos ciudadanos de “a pie”. De ahí, quizás, la lejanía con la que se observa una serie de eventos políticos que se suceden día a día. Más aun, tomando en cuenta que incontables personas, en diversas sociedades, están obligadas a enfrentar dificultades muy concretas: problemas laborales, de seguridad, de salubridad, de transporte, de falta de proyección de vida, etc. Ante estos graves aprietos, la mente del sujeto se concentra en esos aspectos que le son relevantes porque tienen que ver con su vida perceptible.
Se podría considerar que el interés por los asuntos públicos debe formarse por medio de una eficaz educación ciudadana, ya sea desde las familias y las escuelas o desde el estado y la sociedad civil. Esto puede ser cierto en términos ideales. Sin embargo, tomando en cuenta la complejidad de los elementos mencionados párrafos arriba, el interés por los asuntos públicos surgiría en los segmentos más o menos ilustrados de una comunidad, sector que se viene reduciendo en la medida que las sociedades se van haciendo más heterogéneas, en virtud de la creciente segmentación cultural.
Es evidente que existen temas y problemas comunes, que afectan a muchas personas; los mismos que deberían ser tratados por el mayor número posible de ciudadanos. Pero también es claro que cada vez hay menos personas se enfocan atentamente ante esas dificultades, porque nos las entienden, porque carecen de los medios de comprensión para relacionarse con ellas. Asimismo, sabemos que las frustraciones individuales, son reales. Y, que, en determinados momentos, pueden hacerse colectivas, teniendo un destino difícilmente inidentificable. Cuando la pluralidad de los desencantos confluye, y “no hay razón política” que los contenga, nos encontramos ante situación que está más allá de un modelo de conocimiento político conocido. ¿Qué queda hacer? Pensar en serio ante qué situación nos vamos acercando.
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