Plantear una reforma del estado sin tener en cuenta su estrecha relación con la sociedad es propio de una determinada concepción política e ideológica. Según esta visión, el estado es un ente jurídico externo a la complejidad sistémica de la sociedad. Los defensores de esta posición consideran que posee una dinámica propia, enajenada del cuerpo social. De ahí que se presenta como una construcción ensimismada y circunscrita a su propia tradición legal.
Pero la realidad nos indica que el estado y la sociedad no solo tienen innumerables puentes de relación, sino que (el estado) es el resultado de las indeterminadas y complejas acciones humanas que se desarrollan en la sociedad y en la cultura. De alguna manera, el estado emerge del espacio social y cultural en donde de desenvuelve.
Si la sociedad y la cultura evidencian en su historia profunda y reciente una enorme heterogeneidad y asimetría, se deduce que una concepción del estado desencarnada del cuerpo social no será capaz de representar a dicha totalidad compleja y poliédrica. Por lo tanto, resulta ingenuo plantear una reforma del estado en si misma sin reconocer dicha situación.
Es tan evidente que el estado y la sociedad están fuertemente vinculados, que los que ejercen funciones en las diversas instancias de gobierno, provienen de la misma sociedad. Es decir, han sido formados en la misma organización social, asimilando sus rasgos culturales, educativos y morales. Pretender una reforma del estado, sin considerar la proveniencia de sus actores, es también ingenuo.
De ahí que una reforma del estado pasa por una reforma social. O, en todo caso, es una reforma que se desarrolla uniendo las dos caras de la misma moneda, es decir, estado y sociedad. Sin duda, no se trata de asumir que el estado y la sociedad se identifiquen plenamente, pues eso nos conduce al totalitarismo. Más bien, de reconocer la finalidad teleológica de la sociedad, el bien común, y que el estado está llamado a contribuir a ese fin. Para ello, no debe ser una entidad externa.
La concordancia dialógica y sistémica entre estado y sociedad, es la que nos permite construir un estado social o de bienestar, que es justamente de lo que el Perú carece. En cambio, la noción secesionista, reduce las posibilidades de dirigirnos hacia el bien común, les resta responsabilidad social y política a los gobernantes y genera el desinterés político de los gobernados.
Así como en los años setenta y ochenta se hizo evidente la crisis del estado que se edificó sobre los cimientos de la colonia, la “Gran Recesión” del 2020, producto de la pandemia, pone de manifiesto las enormes inconsistencias del estado que se estableció en el alba de los noventa. La concepción del estado escindido no estuvo en capacidad de resolver la compleja crisis sistémica de la sociedad peruana, que arrastra desde mediados del siglo XX.
En la agenda política pos-COVID-19, tendremos una nueva oportunidad para desarrollar un conjunto de reformas sociales que tengan como centro la dignidad de la persona humana y la necesidad de cautelar dicha dignidad desde los derechos humanos (las libertades fundamentales y los derechos sociales). En esta oportunidad, el estado debería constituirse a partir del diálogo con la realidad social y cultural.
La discusión altamente teórica sobre las reformas sociales y estatales, no dejan mayor espacio a las percepciones técnico-legales, pues inciden en la visión escindida. Esta formulación implica un vasto conocimiento histórico del Perú, y, también, de su estructura social y cultural. Asimismo, tener en claro un horizonte ético político teleológico, que sea capaz de involucrar a todos en un proyecto de nación. La reforma del estado en sí misma, no ayuda a nada.
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