No hay otra cosa que ocupe más la atención que el COVID-19 y es comprensible, se está propalando con rapidez y está matando a muchas personas en el mundo, sobre todo a los más vulnerables. Las medidas de prevención no se dejan esperar, es mejor evitar circular en espacios de concentración de personas y seguir las indicaciones prescritas por las instituciones sanitarias. Mis cuñados, adultos mayores, prefieren que no los abracemos ni besemos, felizmente hay otras formas de acariñar a los nuestros.
En nuestro país, la declaración de la emergencia sanitaria a nivel nacional por 90 días, es un llamado a la acción y a la prevención. El presupuesto extra para el sector salud resulta pertinente, así como la postergación de clases en las instituciones educativas, pero quiero llamar la atención sobre los menos protegidos. Precisamente los trabajadores de educación y salud seguirán yendo a laborar y urge la implementación de lo necesario en sus servicios higiénicos, comenzando por el agua. Los usuarios nos hemos acostumbrado (y no debiéramos) a entrar a los baños de una escuela pública o centro de salud y no encontrar jabón, papel higiénico y a veces ni agua, pero laborar en estas condiciones puede costar muchas vidas.
Pero no son los únicos en riesgo. Tal vez algunos pueden hacer uso de sus privilegios, quedarse en casa, laborar virtualmente, evitar el transporte público o usar los ahorritos de respaldo, pero qué de las personas cuyo sustento depende de la venta de productos o servicios diarios: los vendedores de bebidas, golosinas o alimentos, limpiadores y cuidadores de carros, estibadores, entre otros. Encontrarán menos gente en las calles y con menos dinero para comprarles. En las antípodas, los más inconscientes se abastecen en los supermercados para la cuarentena y los usureros triplican los precios de los jabones y el alcohol. Otra vez la desigualdad inmune a todo virus, emerge más grande que nunca para recordarnos que la epidemia es otro acontecimiento que afectará más a los que menos tienen, aquellos que morirán de hambre o de otras enfermedades y del COVID-19 también, porque no tienen agua para lavarse las manos y entre comprar pan o jabón, mejor el pan para los hijos. El que puede, puede.
Si estamos a salvo de la tiranía de la desigualdad, tenemos la oportunidad de pensar en el lado más débil de las epidemias, me refiero a la condición de aquellos a los que el decreto de emergencia sanitaria no alcanza porque sobreviven al margen de las instituciones, para quienes el riesgo es el pan de cada día, quienes no tienen tiempo ni dinero para prevenir. Entiéndase, no estoy soslayando la epidemia, por el contrario, es en tiempos de epidemia es que se extienden las brechas de desigualdad que parecen insalvables, que no queremos ver ni oír porque aprendimos a vivir con el virus de la indolencia, que no mata, pero engorda. No lo permitamos, exijamos la justicia, protección y atención para todas y todos sin distingos, en especial para los más vulnerados.
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