Ha iniciado la primera semana de clases y Esteban, de siete años, regresa a casa con una anotación en la agenda: «Hizo una pataleta en el aula e interrumpió a los demás compañeros: lloró, gritó y se tiró al suelo». Su madre, además de haber notado ese mismo comportamiento en casa, está preocupada porque «ha empezado a mojar la cama por las noches».
Rodrigo, de ocho años, «está muy agresivo». Esas son las palabras exactas que escoge su profesora para describirles, a sus padres, el nuevo comportamiento que su hijo ha adoptado en una reunión convocada con urgencia. Agrega: «En estos primeros días, ha golpeado a un compañero, le ha rayado el cuaderno a otro y le partió el borrador a Andrea, que se sienta a su lado». Los padres, con ese asombro ligero que deja ver que la extrañeza ha partido hace buen tiempo, escuchan a la profesora y le dicen que, en casa, se comporta de forma similar: rompe sus juguetes o los tira, responde con un «no» categórico ante cualquier petición y, en ocasiones, pregunta «¿Qué pasa si no lo hago?».
Gabriela, con ocho años recién cumplidos, no conversa con nadie en el aula. Llega al salón, se instala en su silla y, desde ese momento hasta que termina la clase, solo mira a la pizarra. La profesora, que se comunica con los padres por WhatsApp, les ha escrito: «Buenas tardes, queridos papitos. Les escribo porque Gabriela no está interactuando con sus amiguitos. La veo muy ensimismada. En el recreo, sale sola y se sienta en una esquina del patio. ¿Han notado algún cambio?».
Sofía, que está por cumplir diez años en una semana, lleva dos días faltando a clases. Aunque asistió los primeros días, desde la segunda semana no quiere vestirse para ir y muestra mucho temor si se le insiste, hasta tal punto que la madre y el padre han pedido una reunión con la profesora y una cita con una psicóloga de niñas y niños. Solo saben, por lo que cuenta Sofía, que sus compañeras han retomado las burlas y las bromas de hace dos años, época previa a la pandemia: por su peso corporal, le dicen «sofá» en lugar de Sofía, en clara alusión a los muebles amplios de casa; se burlan en la hora del refrigerio («Solo deberías comer esa manzana, sofá»); y han incorporado la «búsqueda del tesoro», como ellas le llaman, dinámica en la que esconden los útiles escolares de Sofía por distintos lugares del salón para que ella los busque y «haga ejercicio».
Estas cuatro viñetas únicamente representan un grupo reducido de manifestaciones que están exhibiendo (y que exhibirán) niñas y niños en su regreso a clases presenciales. Las conductas regresivas (Esteban muestra comportamientos de años anteriores que ya había superado), la agresión (Rodrigo golpea a sus compañeros), el comportamiento desafiante y negativista (Rodrigo reta a sus padres y rechaza toda petición), el retraimiento (Gabriela no interactúa con las y los demás) y la evitación (Sofía elude enfrentarse al estímulo fóbico o que le genera temor) son solo una pequeña exposición del gran abanico de conductas que podrían observar madres, padres y docentes ahora que niñas y niños regresan al salón de clases. Son modos que tiene el cerebro y la mente para «defenderse» y «guarecerse» ante lo que perciben como amenazas del entorno; en este caso, el regreso a clases, al ser un cambio a la rutina establecida por dos años y al incorporar variables que se habían suspendido, como la socialización in vivo, se convierte en una situación estresante para muchas niñas y muchos niños.
Las conductas regresivas invitan a que sean otras personas las que cumplan la función protectora, las que se encarguen de brindar el soporte necesario ante cualquier peligro. La agresión es una demostración de poder que sirve como vía para «descargar» de forma inmediata emociones que se vivencian como negativas. El comportamiento desafiante y negativista es, precisamente, una provocación y un rechazo a la autoridad (madres, padres, docentes) por una fuerte inconformidad percibida tanto en el aula como en el hogar. El retraimiento es una manera de replegarse y refugiarse en uno mismo, como si nos resguardásemos en una gruta o caverna. Y la evitación es un artilugio evolutivo que nos motiva a rehuirle a aquellas circunstancias, personas, objetos, etc., que consideramos nocivos y aversivos.
¿Qué hacer ante estos pedidos de ayuda? Siempre que se pueda, se debe buscar el apoyo de una o un psicoterapeuta para que ayude, a las niñas y los niños, a resolver aquello que les causa malestar emocional —los padres, en la mayoría de casos, también deben modificar patrones de crianza y comportamiento con el sostén de la terapia—. Sin embargo, desde nuestro lugar como docentes, madres, padres, abuelas, abuelos, tías, tíos, cuidadoras y cuidadores, etc., podemos fungir como «auxiliares emocionales», es decir, como agentes capaces de recibir lo que les sucede a las niñas y los niños, y traducirlo en una lengua más comprensible para ellas y ellos. Con este fin, es fundamental que desarrollemos nuestra capacidad para observar si se exterioriza algún cambio de conducta; para escucharlas y escucharlos sin presionar y sin juzgar; para motivar la expresión de sus emociones, miedos y frustraciones a través del juego, el arte y la conversación; para hacerles sentir que las y los comprendemos, que es válido lo que sienten y que estamos para apoyarlas y apoyarlos; y para explicarles, de un modo muy asequible, por qué podrían estar sintiéndose así —los cuentos y las historias ayudan a representar escenas de la realidad—. Con estas estrategias es probable que lo que era un cúmulo de nudos emocionales para las niñas y los niños, se convierta en un ovillo de hilos ordenados y dispuestos diligentemente.
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