La semana pasada amanecí con el reclamo airado de una persona a quien estimo mucho sobre el uso de las playas. Su queja iba dirigida hacia el contraste entre la habilitación de espacios comerciales y el intento por prohibir las visitas a algunos lugares públicos. Este tema ha estado en boca de distintos periodistas y columnista de opinión. Claro está que podemos entender las razones detrás de estas decisiones: la autorización para asistir a centros comerciales responde a un programa de activación económica que es necesario, por ejemplo, para conservar y aumentar la cantidad de empleos, una de las variables más afectadas en esta pandemia. En adición, la estrategia de permitir que los ciudadanos ingresen a las playas, si no es manejada correctamente, podría ocasionar no solo más gastos al Gobierno en el sector salud —convengamos que existe la posibilidad de contagio si es que las personas no cumplen con las medidas sanitarias en espacios públicos—, sino la elevación de la tasa de personas enfermas de gravedad y el índice de mortalidad por el coronavirus. Pero aquí hago una pausa y recalco: «si no es manejada correctamente». Hago hincapié en esta frase, pues es la base o el núcleo de todas las tácticas que pone en práctica el Estado.
¿Por qué no deberían prohibir el ingreso a las playas?
«Así como se preocupan por la salud física, también deberían preocuparse por la salud psicológica». Esta frase es uno de los principales referentes de quienes apoyan concienzudamente la continuidad en el uso de las playas. Y tienen razón. Si tenemos en cuenta la definición de «salud» de la Organización Mundial de la Salud, convendremos en que, también, se incluye al bienestar psicológico y social; esto porque las investigaciones científicas indican que las afecciones de este tipo no solo «están en la cabeza», sino que se manifiestan de manera fisiológica. Por ejemplo, el estrés puede influir en un mal funcionamiento del sistema cardiovascular, pues el corazón se ve expuesto a altas dosis de noradrenalina; la depresión y la ansiedad pueden disminuir la «fuerza» del sistema inmunológico; y muchos otros trastornos, independientes o combinados entre sí (hablamos de comorbilidad), pueden tener impacto en nuestra salud física.
Pero esto no es todo. La salud psicológica también se relaciona con el bienestar, la motivación, la autorrealización, etc., que experimenta una persona. El aislamiento, si bien debemos reconocer que es la mejor medida para evitar la propagación del virus y, con ello, reducir el riesgo de complicaciones, ataca justamente esta esfera, pues limita el contacto con otras personas y la posibilidad de salir a espacios naturales, ambas actividades generadoras de tantos neurotransmisores positivos para nuestro bienestar que los neurocientíficos han concluido desde hace muchos años que el cerebro está diseñado para disfrutar de este tipo de esparcimiento. Y la razón es obviamente evolutiva: mantener relaciones interpersonales y pasear al aire libre nos ha traído múltiples beneficios en toda la historia de la humanidad (se incrementa nuestra probabilidad de supervivencia en ambos casos). Con una desregulación del nivel de estos neurotransmisores, podemos estar en riesgo de padecer algún trastorno o de reducir tremendamente nuestro nivel de bienestar.
Teniendo en cuenta que la salud psicológica impacta en dos frentes (físico y emocional), ¿realmente el cierre de espacios públicos al aire libre, como las playas, es la mejor opción? No, no lo es. Pero, ¿acaso se puede reducir el contagio incluso con las playas abiertas? Por supuesto que sí. Y aquí probablemente los detractores me digan que los ciudadanos peruanos no cumplen con las normas, por lo que darles la posibilidad de ingresar a este tipo de lugares es una pésima idea. Concuerdo con que existe desobediencia de un grupo importante de compatriotas; sin embargo, también sostengo que se puede diseñar un modo en el que tanto la disminución del contagio como el uso de las playas puedan coexistir.
¿Qué puede hacer el Estado?
El Gobierno —no me compete a mí, pues ni tengo la autoridad ni los recursos para ello— debe evaluar estrategias que tengan en cuenta el comportamiento de las personas. En primer lugar, y desde donde parte todo programa de cambio, debe motivar a los ciudadanos a respetar las medidas sanitarias, bien en un parque, una playa, un restaurante, un centro comercial, la calle o la misma casa. Sin este elemento, cualquier plan está perdido. Las personas, en su mayoría, actúan de acuerdo con motivaciones (conscientes e inconscientes) y no con premios y castigos, como se cree. En segundo lugar, se debe evaluar el aforo máximo que permita reducir el riesgo de contagio. Aunque todos tienen derecho a ingresar a la playa, si lo hacen al mismo tiempo, sería un total despropósito. Quizás, podría ver la posibilidad de que este aforo esté limitado temporalmente, es decir, cada persona podría ingresar por un tiempo determinado. Si no es posible, pues no tiene manera de vigilar el cumplimiento de esta medida, simplemente podría disponer un aforo, como lo hacen con los restaurantes. En tercer lugar, como me lo comentaba un amigo, se debería reglar, también, la posibilidad de ingresar al mar por dos motivos: la mascarilla pierde eficacia al contacto con el agua y este medio puede ser propicio para perder el distanciamiento entre las personas. En cuarto lugar, está de más decirlo, se deben mantener las normas sanitarias, a saber, el uso permanente de las mascarillas, el distanciamiento, etc.
Yo no soy ningún experto en políticas públicas, pero sí lo soy en psicología clínica y entiendo lo necesario que es poder disfrutar de espacios al aire libre, sobre todo, después de tanto tiempo en cuarentena y en estas condiciones tan difíciles que atravesamos. Así que tanto como considero que las playas deben quedar habilitadas, también sostengo con tesón que el Estado debe buscar la estrategia idónea en esta situación y no tomar una decisión de forma impulsiva y apasionada.
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