El presidente de la República ha convocado hace unos días a cinco personalidades académicas, con el encargo de que propongan normas para la implementación de la reforma política. De este modo se busca responder a un conjunto de demandas sociales que vienen ya de antiguo y que guardan relación con el tipo de institucionalidad que se consolidó en el país con la Constitución de 1993. Esta ha mostrado, a través de los años, fisuras y limitaciones que afectan hoy la credibilidad de nuestras instituciones y, en definitiva, las posibilidades del país de emplazarse como un interlocutor confiable en la dinámica del crecimiento y el desarrollo.
El reporte sobre Competitividad Global del Foro Económico Mundial, publicado en octubre, ha revelado una vez más que los operadores económicos perciben al Perú muy rezagado en la calidad de sus instituciones. Si bien nuestro país ocupa la posición 63 entre 140 economías observadas, en mérito a su estabilidad macroeconómica, disputa los últimos lugares en casi todos los indicadores referidos a institucionalidad: independencia judicial (115), carga de la regulación gubernamental (128) y eficiencia del marco legal en la resolución de conflictos (136), entre otros. Aquellas percepciones son confirmadas también en el ámbito local. Una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos, publicada esta semana, muestra el rechazo de la ciudadanía respecto de instituciones fundamentales de nuestra democracia. Los niveles de desaprobación del Congreso (89 %), Poder Judicial (77 %) y Ministerio Público (68 %) dan cuenta del poco aprecio ciudadano por nuestra alicaída institucionalidad.
Los estudios de opinión, sin embargo, no son sino un pobre reflejo de la elección que cada día hacen los ciudadanos, cuando deciden organizar su vida, sus relaciones sociales y económicas al margen del estado. El fenómeno ha sido estudiado en nuestro país desde diferentes ángulos ideológicos: José Matos Mar y Julio Cotler se han ocupado del tema en Crisis del Estado y desborde popular en el Perú y en Clases, Estado y Nación en el Perú, respectivamente, en tanto desde un ángulo ideológico opuesto, Hernando de Soto ha auscultado el pulso de la informalidad en El Otro Sendero.
Mucho antes, el historiador de la república, Jorge Basadre, había ya advertido la existencia de un Perú real, opuesto a uno oficial. Esta falta de simetría entre el sentimiento nacional y sus instituciones, fue también descrito en el contexto mexicano, tan complejo como el del Perú, por Octavio Paz en El Ogro Filantrópico: “La contradicción entre nuestras instituciones y lo que somos realmente es escandalosa y sería cómica si no fuese una tragedia”.
En estos meses, en los que se harán propuestas sobre bicameralidad, reelección de cargos públicos, inmunidad parlamentaria, voto preferencial, democracia interna en los partidos, financiamiento público de campañas electorales, conformación de distritos electorales, cifra repartidora, segunda vuelta electoral, renovación del Congreso por tercios y demás herramientas técnicas para la perfección del sistema político, alguna reflexión habrá que reservar para nombrar nuestro pasado, para hurgar en nuestras formas ancestrales de representación, para acercar el diseño de las instituciones a los valores de nuestro pueblo y a sus prácticas cotidianas. Solo así éstas serán más creíbles y legítimas, más operantes y eficientes.
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