Un tema relevante, que habrá de ser materia de recomendación por parte de la Comisión de Alto Nivel de Reforma Política, designada hace pocas semanas por el presidente Vizcarra, es el de la inmunidad parlamentaria. Este ha cobrado especial vigencia en un Congreso en el que a la mitad de su mandato, cuatro de sus miembros ya habían recibido sentencias condenatorias por graves delitos, al mismo tiempo que otro tanto se mantenía atento al pedido de levantamiento de su inmunidad por parte del Ministerio Público, para ser investigados por diversas conductas delictivas.
La inmunidad para los representantes tiene su antecedente más relevante en la Francia del siglo XVIII que, en reacción al absolutismo, buscaba garantizar la invulnerabilidad de su naciente Asamblea Nacional, respecto de las acciones punitivas que pudieran aplicarse desde el poder, como represalia ante la eventual disidencia de los elegidos por el pueblo. En la actualidad, algunos ordenamientos constitucionales en la región, como los de Bolivia, Colombia y Panamá han desechado esta figura, al igual que algunas democracias avanzadas como la británica, la holandesa o la norteamericana.
La inmunidad consiste, según el artículo 93 de nuestra Constitución, en que los parlamentarios “no pueden ser procesados ni presos sin previa autorización del Congreso o de la Comisión Permanente”, salvo en caso de “delito flagrante”. A su vez, el artículo 16 del Reglamento del Congreso de la República, desarrollando el concepto, precisa que la inmunidad no protege respecto de procesos penales iniciados antes de su elección, “los que no se paralizan ni suspenden”.
El congresista no es pues en nada diferente a cualquier otro ciudadano, en materia de responsabilidad penal anterior a su mandato. Menos aún hay base legal alguna para suponer que puede resistirse a una sentencia condenatoria, bajo la protección del legislativo, frente a delitos cometidos antes de su elección. Ello supondría paralizar o suspender una fase del proceso: la ejecución de sentencia, contrariando expresamente el citado artículo 16 del Reglamento del Congreso.
La inmunidad es una prerrogativa especial de los congresistas, cuyo sentido es protegerlos ante la eventualidad de una persecución política. Es en ese marco que el referido artículo 93 de la Constitución señala que ellos no son “responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones”. De este modo se quiere frenar la judicialización de la política y el uso de la justicia para afectar la independencia del parlamentario y del propio Poder Legislativo. Esta suerte de autorización previa del Congreso, para el procesamiento y la eventual detención de un representante, busca establecer tan solo si la imputación formulada contra el congresista tiene o no un carácter de amedrentamiento o de represalia política, de persecución o de vendetta ante su actuación.
Este fuero especial no puede entenderse como un privilegio, capaz de quebrar el principio fundamental de igualdad, propio del constitucionalismo moderno. Tan solo constituye una garantía procesal, que procura descartar el móvil político del juicio o del arresto, según sea el caso. Su abuso alienta la impunidad, deslegitima aún más a la mayoría dominante en el Congreso y mina la credibilidad de nuestra democracia.
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