Los eventos de las Naciones Unidas, especialmente las “cumbres”, son fenómenos cuidadosamente orquestados. Quiénes participan y de qué modo está reglamentado. Quien quiebra las reglas (las escritas y —sobre todo— las no escritas), no volverá a ser invitado. Es también un sistema sofisticado, beneficiado por siglos de sabiduría diplomática. Sería muy difícil demostrar que alguien fue marginado o discriminado. Pero el resultado de las negociaciones siempre se inclina a favorecer el statu quo y mantener al poder económico dominante.
Por ejemplo, tras 24 conferencias de las partes de la Convención Marco para el Cambio Climático, los signos de un peligroso desequilibrio en el clima global son cada día más perentorios; y los impulsores humanos de la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, muy lejos de retroceder, se han acelerado. Estamos, en este momento, quemando más combustibles fósiles que antes, y produciendo cada vez más mercancías, a costa de los últimos ecosistemas silvestres del planeta. El truco es tan sencillo como efectivo: incluir muchos buenos propósitos, junto con los conceptos y mecanismos que aseguren, en la práctica, que esos buenos propósitos no serán alcanzados. Se invita a participar a todo el mundo; pero la gente encuentra una estructura laberíntica, unos modos cortesanos y una jerga especializada. Quien aprende ese galimatías y regresa, ha sido cooptado.
Por supuesto que no todo es engaño. Una mentira absoluta sería insostenible. Por lo menos se discuten los reportes científicos, aunque al final siempre sean desoídos. Hay mucha gente benévola e inteligente, y hay momentos mejores y peores. Así, por ejemplo, durante la COP20 en Lima, el equipo del Ministerio del Ambiente, en alianza con el movimiento indígena amazónico, aseguramos una presencia sin precedentes —por su autonomía— de las voces, visiones y mensajes indígenas. Esta presencia se ha mantenido en posteriores COP. No resuelve, quizá, ningún problema. Pero da visibilidad a pueblos de extraordinaria resistencia, cuyas vidas están inminentemente amenazadas por los criminales que desean controlar sus territorios, y cuyas cosmovisiones aportan a la creación de un mundo nuevo y mejor, e indican que es posible.
Algo parecido ocurre ahora con Greta Thunberg. Uno podría pensar que es una más entre miles de personas jóvenes que son cándidamente cooptadas en todas las COP climáticas, para aportar frescura y belleza, gastar sus admirables energías y no hacer ninguna diferencia. Pero ella sorprende con la autonomía de sus gestos y palabras. Tampoco puede resolver nada; no está en sus manos. Pero Greta se ha convertido en una suerte de retrato de Dorian Gray, que al mirarlo refleja el alma de quien mira. La hipocresía se ve desnuda a sí misma, en toda su fealdad, ante esta niña descarada; y no le gusta lo que ve. Y dicen “ese espejo está torcido, está manipulado”. El gesto de Donald Trump, que pasó de largo a su lado, sin querer verla, no podría ser más revelador del temor que causa. ¿En qué adulto se convertirá Greta? ¿Sobrevivirá a la adulación y la presión mental de su celebridad? ¿Cómo evolucionará o colapsará su mensaje? En realidad, debería bastarnos que ella exista, coger coraje y mirarnos en ese espejo, todavía diáfano.
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