Tuvieron que pasar cincuenta años desde que el general Juan Velasco Alvarado promulgara la Ley de reforma agraria; tuvo que producirse un documental, “La revolución y la tierra”, dirigido por un joven cineasta, Gonzalo Benavente (que no había nacido cuando se desató este proceso), para que finalmente pudiéramos reconciliarnos con su verdadero y profundo legado.
La narrativa que ha prevalecido en estos años, especialmente después del gobierno de Fujimori, es que la reforma agraria fue un desastre económico que, en lugar de traer progreso y liberación a los campesinos, los condenó a una mayor pobreza. Que representó un violento despojo de tierras e instalaciones propiedad de empresarios agrarios que no recibieron nada a cambio. Que convirtió la colectivización de las empresas agrarias en cooperativas y empresas sociales, y que esto fue un fracaso, reduciendo la producción de alimentos, azúcar, algodón y otros productos agrícolas y pecuarios.
Todo ello realizado por una dictadura militar que cerró el Congreso, expropió los medios de comunicación, acabando con la libertad de expresión, y deportó a los enemigos políticos del gobierno. Un balance general catastrófico, responsabilidad del peor gobierno de la historia nacional.
La situación que presenta la película es otra. Antes de la reforma agraria de Velasco, tres millones de campesinos vivían en condiciones de servidumbre, trabajando gratuitamente para los hacendados, los gamonales, sobre todo en la sierra del país. No eran ciudadanos, no tenían derechos, vivían en condiciones infrahumanas. Estas relaciones sociales fueron una herencia de la colonia, que los sucesivos gobiernos republicanos no habían logrado erradicar. En los cincuentas, los andes eran un auténtico polvorín, que podía estallar con el ejemplo de la revolución cubana de 1959. Así lo entendió John Kennedy que propuso la Alianza para el Progreso a todos los países de América Latina, en 1962, y cuya primera propuesta era la reforma agraria. Bajo esta impronta, Fernando Belaúnde salió elegido en 1963, con el apoyo de los militares, prometiendo una reforma agraria radical. No la hizo, y las tensiones en el campo se dispararon, incluyendo brotes guerrilleros como los del MIR con Luis De la Puente y el MLN de Heraud.
Velasco Alvarado, un mestizo de Piura, con sangre india y china, se atrevió a realizar una reforma agraria radical, a quebrarle el espinazo a la oligarquía agraria que dominaba el país, liberando a los millones de campesinos de la servidumbre, convirtiéndolos en ciudadanos. El patrón ya no comerá más de tu pobreza, regresa de un letargo de 50 años, y resuena en los oídos de las personas que van a ver la película.
Con el tiempo, y el repetitivo relato interesado de la derecha política, afincada mayoritariamente en los medios de comunicación, sus errores se magnifican, lo traicionan los propios militares, pierde aliados, la gente lo va abandonando. Cuando parecía que nadie daba un real por él, y para sorpresa de todos, en su entierro se aparece la más grande multitud congregada en Lima.
Ahora sucede lo mismo: cuando todos pensaban que la película sería un fracaso, que no duraría ni una semana, las salas se empiezan a llenar, los asistentes aplauden por varios minutos cuando termina; más cines, en todo el país, comienzan a mostrarla ¿Cuántos de los asistentes son hijos, nietos, bisnietos de los campesinos liberados, que muestran así su agradecimiento a Velasco Alvarado?
El tiempo ha logrado despejar la niebla en torno a Velasco, ha hecho aparecer la esencia de su legado: acabar con la feudalidad en el país, con la servidumbre, con el gamonalismo, con la oligarquía agraria. Una auténtica revolución. Lo dijo Hugo Neira: “si Velasco no hacía la reforma agraria Sendero Luminoso ganaba la guerra interna”. Hoy seríamos Camboya y estaríamos gobernados por Pol Pot.
Felizmente para todos, Velasco hizo la reforma agraria, la mayoría de la población realiza un balance positivo de este proceso, y se lo agradece.
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