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Luchar contra todas las pandemias, todas

El vigor político en contra de la epidemia del COVID-19 debería expandirse hacia otras pandemias medioambientales y sociales todavía más preocupantes.

Estamos asistiendo asombrados al revivir de la política, la improbable remontada de la acción pública ante la goleada habitual del sector privado. Unas cuantas semanas de contagio le bastó al COVID-19 para tumbar el credo del Estado microscópico, del reino absoluto del mercado sabelotodo y el rigor presupuestario inflexible. La salud de todos, por fin, parece ser meta primordial y el Banco Central Europeo cientos de miles de millones de euros sobre una economía contaminada que reza por la solidez y el liderazgo del sector público. “Cueste lo que cueste” dijo Macron en Francia: el Estado sostendrá la causa común de la vida y pagará el desempleo parcial de los empleados confinados en casa.

Claro está que los partidarios de la democracia participativa y la preeminencia del bien común sobre los intereses bursátiles no deberían alegrarse mucho con este rebrote de vigor político, puesto que quien está ganando el partido es más bien el absolutismo gubernamental, es decir la peor figura de la acción política: el Leviatán. No cabe duda de que con esta epidemia y los demás riesgos globales que tenemos hoy, el autoritarismo seguirá ganando terreno. China está en pos de salir airosa de la crisis y el mundo, admirativo, ve cómo un país sin derechos sindicales ni legalidad de la oposición sabe más que otros construir hospitales en unos días, confinar decenas de millones de personas en su casa, expandir el reconocimiento facial policiaco, imponer el culto a la personalidad de su líder, ser segunda potencia mundial capitalista bajo un curioso eufemismo comunista y ayudar al país itálico que le robó la receta de las pastas con respiradores artificiales. Está claro que la libertad, la discusión, la discrepancia y la democracia, nunca serán tan exitosas ante las emergencias, como sí lo es la dictadura.

De todos modos, esta crisis viral nos demuestra que sí es posible actuar rápidamente a nivel nacional, continental y mundial para reorientar la historia humana, influir sobre un destino no tan irremediable, pilotear el barco común, en resumen: ser una especie de animales políticos y no un simple juguete de la historia. Y si se puede hacer algo juntos, cabe la pregunta: ¿Por qué no luchar codo a codo contra todas las pandemias que nos amenazan?

Porque no deberíamos olvidar una pandemia más peligrosa que el COVID-19: la polución del aire que, según un reciente estudio publicado en la revista médica Cardiovascular Research y dirigido por dos investigadores alemanes, causó 8.8 millones de muertes prematuras adicionales al año en 2015. Esto representa una reducción promedio en la esperanza de vida de casi tres años para todas las personas en todo el mundo, es decir una letalidad mucho mayor a la de las guerras, las epidemias, el paludismo o el tabaco, por lo que los autores hablan literalmente de “pandemia de polución atmosférica”.

| Fuente: EFE

Pero la calidad del aire no parece preocuparnos tanto como los coronavirus. Tampoco despierta mucho la acción pública la pandemia del cambio climático, a pesar de ser la principal causa de todas las futuras apariciones de nuevos virus, todavía confinados en remotas especies silvestres, pero pronto obligados a migrar hacia otros organismos por la destrucción de su hábitat cotidiano: En 2018, los incendios en California destruyeron 8000 km2 de vegetación, equivalente a más de un millón de canchas de futbol. En 2019, 25000 km2 de selva desaparecen en Brasil, tres millones y medio de canchas de fútbol, y los incendios en Australia superaron los 80.000 km2 de bosques quemados. Nadie puede visualizar lo que significa once millones de estadios de fútbol, pero se trata casi de la desaparición de dos veces la superficie de República Dominicana.

¿Alguien puede dudar de la relación intrínseca entre la destrucción de los equilibrios planetarios y la multiplicación de las catástrofes de todo tipo para la humanidad? Si gritamos por seguridad, sacrificándose incluso nuestra libertad, la inteligencia colectiva debería conducirnos hacia una economía verde y regenerativa, manejada con amplia participación ciudadana en la gestión local de los bienes comunes. Pero asistimos a todo lo contrario: Las pandemias medioambientales nos conduce directo hacia gobiernos dictatoriales controlando una “sociedad totalmente administrada”, como profetizaban los filósofos Horkheimer y Adorno ya en los años 30, una pandemia política que la epidemia actual de presidentes populistas, negacionistas climáticos y muy vinculados con grupos religiosos sectarios no hace más que adelantar.

Así, pasan en segundo plano otras epidemias letales como la de la desigualdad que se agrava años tras años: Según el último informe de OXFAM, 26 personas poseen hoy tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad (3,8 mil millones de personas), contra 43 el año pasado. Volviendo al COVID-19, es obvio que los pobres, sin posibilidad de teletrabajo y refugio hogareño cerca de buenos hospitales, no pasarán la epidemia con tanta suerte como los ricos. Mientras tanto, la cuarentena universal forzada en casa es una situación ideal para el hombre más rico del mundo, el dueño de Amazon, que acaba de anunciar que su sistema de supermercados virtuales está listo para ser implementado en cualquier parte del mundo, permitiendo la venta remota de comida con carritos 3D y tarjetas de crédito a todos los consumidores felices de no arriesgar contacto físico con sus peligrosos semejantes.

Una última y todavía poco estudiada pandemia debería alertarnos sobre la deshumanización creciente de la globalización de nuestra sociedad del riesgo y la desvinculación: la pandemia de sobreexposición de los infantes a las pantallas y la adicción generalizada a la tecnología. No tiene ni 10 años este nuevo trastorno que impacta gravemente el desarrollo cerebral y comportamental de los menores de 3 años, a punto de hacer confundir su adicción al celular de mamá con un cuadro autístico: Retraso o incluso ausencia de lenguaje, irritabilidad y comportamiento opositor, falta de concentración y mirada huidiza, pérdida de interacción con los padres, disminución de las capacidades cognitivas y reducción prematura del córtex, son algunos preocupantes síntomas del “síndrome de la pantalla electrónica”.

Nos prohíben el abrazo y los besos, las mascarillas quirúrgicas borran el sentido de la sonrisa, los niños nos quitan la palabra obnubilados por la promesa de dopamina de sus juegos virtuales… ¿Dónde tendremos ahora cita con la alegría en ese aire peligroso, esa epidemia de desconfianza, esa pandemia de desamor?

NOTA: “Ni el Grupo RPP, ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma.

Profesor de ética y responsabilidad social de la Pacífico Business School de la Universidad del Pacífico. Doctor en Filosofía por la Universidad de París Este (Francia) y máster en Filosofía por la Universidad de Nantes (Francia). Presidente de la Unión de Responsabilidad Social Universitaria Latinoamericana (URSULA).

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