Este año será recordado, sin duda, no solo como el más cruento debido a los estragos que dejó la pandemia sino también como el año en que terminó de revelarse -una vez más- la precariedad de nuestro sistema político, y peor aún, sus efectos fatales sobre los proyectos de vida de jóvenes como Inti y Bryan. Y es que provocar ese fallido golpe utilizando las herramientas institucionales que ofrece nuestra democracia, encendió la indignación ciudadana cuyo reclamo cuestionaba no sólo la decisión autoritaria de hacerse del poder de mala manera, sino principalmente el forado que están dejando en nuestras vidas la inestabilidad política, la corrupción, las desigualdades persistentes.
Esa precariedad del sistema político no se expresa sólo en la crisis de la representación popular o los contenedores electorales en que se han convertido las organizaciones políticas; se revela sobre todo en la capacidad de expresar nuevas demandas para la convivencia social. Esas demandas pueden leerse hoy como acciones profundamente políticas, al cuestionar por lo menos algunas narrativas respecto de los proyectos de vida que hoy (des)esperan a las nuevas generaciones. Desde entonces, tenemos varios reclamos que expresan la tremenda crisis de desigualdad por la que atravesamos. Voy a señalar algunos ejemplos.
Primero, fue la presencia masiva de migrantes internos que huyeron de Lima en busca de refugio en sus regiones ante la llegada de la COVID-19. ¡Qué sorpresa! La “capital se enteró” que convivimos con procesos de movilidad interna frente a un 70 % de empleo informal y que el emprendedurismo es una narrativa que transita de la economía a la política, sin filtros. Segundo, la corrupción, que se volvió a presentar en algunas de las compras estatales para atender la emergencia desafiando toda capacidad de control mientras miles de personas en situación de vulnerabilidad pugnaban por un servicio médico de emergencia. Tercero, la actuación de la policía para repeler las manifestaciones contra Merino, en la que, según organismos internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se hizo un “uso desproporcionado de la fuerza”. Ello, como sabemos trajo como consecuencia no solo la muerte de Inti Sotelo y Bryan Pintado, sino también decenas de jóvenes desaparecidos y heridos. Y este es quizá uno de los rasgos más dramáticos de este año, el regreso de la práctica de la desaparición, que fue una de las formas de violación de derechos humanos en algunas etapas del conflicto armado interno. Aunque felizmente todos los jóvenes aparecieron días después, la desaparición tuvo lugar y como tal debe ser investigada. Una sociedad que ha enfrentado un conflicto armado interno de la magnitud del que vivimos los peruanos, no debería replicar esa práctica. Lamentablemente, se están registrando formas de desaparición reciente en países como México o Colombia. Resultaría perverso regresar a ese estado de angustia y zozobra.
Finalmente, luego de ese intento de golpe y el posterior nombramiento de un gobierno de transición, apelando otra vez a las reglas democráticas, la reacción ciudadana persiste. Procesos espontáneos de reconocimiento en memoria de Inti y Bryan han surgido en diversos lugares físicos y virtuales: expresiones de memoria en las calles por donde marcharon para expresar su opinión; la reconstrucción de sus historias personales y familiares, o las expresiones de diversos artistas ofrecen hoy una narrativa sobre nuevas generaciones a través de estos dos peruanos jóvenes, que tenían derecho a protestar, a hablar, a indignarse, a ocupar las calles. Quizá sea esta una renovada manera de entender las relaciones entre memoria y democracia frente a la amenaza permanente del negacionismo o las dificultades de dialogar y de plantear políticas que atraviesan el camino hacia la participación y la ciudadanía. Memoria y democracia: en ese vínculo se pueden encontrar nuevas narrativas para viejos problemas, narrativas que incluyen en un sentido amplio nuevas formas de sentir y demandar una nueva convivencia ciudadana.
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