Nietzsche fue el primero en ver claramente que en la entraña de la que surge la filosofía occidental había un temor a las pulsiones naturales que, literalmente, se encarnan en el cuerpo humano y amenazan continuamente con desestabilizar la razón. Heredero de esta idea, Freud explicará, a través de la observación del crecimiento y la maduración de la personalidad, los mecanismos y avatares que conducen a la persona humana hacia la salud psicológica plena. Antes de ellos, el filósofo Arthur Schopenhauer ilustró de manera estupenda cómo las pasiones más primarias y elementales de nuestra sensibilidad atraviesan todos y cada uno de los asuntos humanos.
El naturalismo schopenhaueriano espantó, como es lógico, al conservadurismo racionalista, que acostumbraba a reprimir los apetitos que consideró maléficos por mucho tiempo. Schopenhauer devastó la comprensión tradicional de la sexualidad, que, hasta finales del siglo XVIII, se asociaba con la concupiscencia y con el pecado para inhibir el goce sensible y prescribir su uso procreativo como el único legítimo. Las corrientes liberales que se anticiparon en la emancipación del individuo fueron vistas como libertinas desde el espectro conservador. De esa actitud reaccionaria todavía hoy se nutre la homofobia y el pensamiento binario que se niega a reconocer la diversidad de individuos para aferrarse a la idea abstracta de un “hombre” dueño de sus pasiones y capitaneado por su razón.
Lo cierto es que razón y pasión están de forma simultánea en la sensibilidad humana. No siempre van de la mano. A veces están en conflicto. A veces prevalece la razón. A veces simplemente prevalece la pasión, que, dicho sea de paso, no tiene nada de satánica ni de maléfica en sí misma. Sucede que, alejados como estamos de la naturaleza, nos hemos olvidado de percibirnos a nosotros mismos como sujetos de deseo. Es curioso, por decir lo menos, que el naturalismo justifique la agresión de contenido sexual amparándose en la idea de que la sexualidad es una potencia irreprimible y estructural.
De que es estructural a la sensibilidad humana, no cabe la menor duda: basta con repasar los manuales de historia de la sexualidad para comprender que es un eje transversal a la autocomprensión que podemos obtener de nosotros mismos, puesto que es propio de los seres humanos el ser sujetos sexuados: la genitalidad es inherente al cuerpo. Lo que no es tan cierto es la ingobernabilidad: el hecho de que la sexualidad haya sido reprimida por medio del ascetismo y otros métodos más violentos habla ya del hecho de que es posible cierto grado de apaciguamiento y, por consiguiente, un cierto avance en la consolidación de lo razonable que hay en el sujeto.
Una persona que sabe reconocer sus impulsos en el momento en que se presenta bien puede hacerse cargo de esa energía que nace del cuerpo y orientarse hacia metas constructivas y dignificantes. Lo contrario es una renuncia perezosa del espíritu: una subordinación a la violencia del apetito. También la razón es naturaleza pura y magmática desplegándose por sí misma en el individuo.
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