Si se considera el tratamiento que la cultura ha brindado a lo masculino a lo largo de la historia, quizá no sorprenda encontrarnos con un abanico amplio de modos de ser de lo masculino. Hallaremos sin duda la rica diversidad etnográfica y acaso remontemos la historia universal antes de haber agotado el tema de las representaciones de lo masculino en la cultura. Más allá de las simplificaciones escolares, que asocian masculinidad con patriarcalismo-paternalismo, podemos recorrer íntegramente la historia de la civilización y no encontraremos nada que valide la idea de que se puede obtener una representación suficiente, homogénea y adecuada del hombre. Cada cultura ha dicho lo suyo y queda, todavía, mucho por decir.
Lo mencionado no niega el hecho de que haya constantes humanas que nos definen como especie y nos distinguen de nuestros parientes genéticos más próximos. Desde que el ser humano desarrolla la conciencia histórica se ocupa de documentar su desarrollo. Lo que vale para la especie, vale para el individuo. Las humanidades se esfuerzan por tener presente el tránsito histórico de la vida del hombre, de aquel que es hombre. Nietzsche decía dirigirse a los últimos hombres, acaso los más jóvenes entre sus lectores. Durante la segunda mitad del siglo XIX los estudios filológicos de Nietzsche reactualizaron a los clásicos: la relectura de Homero permitió comprender la pervivencia de los valores arcaicos del varón épico, presentado como guerrero, estratego y seductor. La mujer griega, dice Nietzsche, sirvió a esta idea que pretendía llevar la forma de ser del varón hasta la excelencia. Para Nietzsche es necesario crear nuevos valores.
Para insertar nuevos valores hay que sepultar los valores obsoletos. Frente a la satanización de la masculinidad, la masculinidad tiene forma humana: se descubre, se cultiva, se moldea. Hay que disolver la asociación masculino-violencia: no son términos que vayan necesariamente de la mano. La satanización de lo masculino ensombrece a la masculinidad germinal porque inculca el temor a tomar su propio camino de maduración. Ello se suma a otras satanizaciones dada la anomia y la corrupción: el que hace las cosas bien está perdido mientras el que delinque se la pasa de lo más bien. Es el mundo al revés.
En un mundo así, de impunidad, de justicia secuestrada, de imperios sin ley y por encima de la ley, con una creciente y galopante deshumanización, en tiempos, en suma, de inercia y dejadez, recordar esa pequeña porción de fragilidad que abre al espíritu humano a la hermandad, la solidaridad, la paz y la mutua colaboración, es un aliciente. La crítica feminista radical, con su admirable intransigencia combativa, con su loable sentido de la urgencia de los problemas más graves, no obstante, con su satanización de lo masculino, no aprecia que lo masculino cambia con la edad, que lo masculino incuba hasta su maduración en el varón; y quizá no solo en el varón, apuntaría la teoría de género
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