Desconcierta tremendamente el que solo haya habido un número exiguo de candidatas a las representaciones municipales y que tan solo diecinueve hayan sido alcaldesas electas. El hecho se inscribe en la tradición cívica peruana. En la historia del voto femenino en el Perú se documenta que la participación femenina en la vida política tiene un índice bastante bajo. Los avances tras casi medio siglo de implementación del voto siguen siendo incipientes. A los más reacios les cuesta conceder que, aunque el índice es bajísimo, no obstante, las mujeres participan en la vida política, y lo hacen activamente: puesto que votan y eligen. Las sufragistas consiguieron el reconocimiento del derecho de la mujer al voto: es perfectamente coherente que las mujeres ejerzan ese derecho a conciencia en el siglo XXI.
No resulta sencillo ponderar el hecho. Si alguien había querido ver un signo alentador en el hecho de que en las Elecciones Generales resultaran elegidas 36 congresistas mujeres frente a 94 congresistas varones o creyera que había motivo de alegría en el hecho de que hubiera 8 candidatas en carrera a la vicepresidencia, que se quite la venda de los ojos: los resultados actuales no son nada alentadores.
Para los progresistas, la agenda del feminismo tendría que capitanear esa inquietud del sufragismo actual. ¿Por qué si el voto femenino viene de ser más masivo que el voto masculino, no existe entonces una agenda feminista capitaneando la inquietud política de las mujeres? Las mujeres votan movidas por la convicción cívica de ejercer un derecho plenamente vigente para ellas. El voto hay que sopesarlo. Lo escaso del resultado podría interpretarse como una forma de minimización que perpetra el voto del elector machista, para darse a conocer entre los dispositivos intelectuales que operan en la mente del elector normal. Resulta ilustrativo. No hay espacio aquí para explayarse sobre el conservadurismo más recalcitrante, que quisiera abolirles ese derecho a las mujeres para devolverlas al trabajo doméstico y sujetarlas a la cláusula inveterada de la función materna.
Desde el punto de vista de la modernidad, en cambio, digámoslo, todavía no se ha estudiado con la profundidad debida el voto femenino, anclado en una voluntad renovadora y revolucionaria. Por cierto, está en juego la comprensión científica de la realidad. Por supuesto que el elector machista y el elector feminista están en las antípodas en cuanto a comprensión de prioridades en las políticas públicas: más allá de la contradicción, ambos tienen enfoques limitados a sus prejuicios y una visión parcial de la ciudad. En los hechos, la autoridad edil se ejerce en el cargo confiado por los electores. Otra es la visión de la electora feminista. Sea como fuere, la modernización de la política es progresiva. Quizá a los círculos feministas más ilustrados les resulte agradable que una sola alcaldesa sea suficiente victoria, por el momento, para el movimiento feminista.
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